Ha llegado una nueva moda al mundo delincuencial barcelonés: el robo de relojes caros, que suelen ser sustraídos, de manera sibilina o a lo bestia, a quienes se pasean con ellos por la ciudad, dejándolos plenamente a la vista a causa de la manga corta o arremangada. A lo largo de las últimas semanas, se ha detenido a un considerable número de chorizos relojeros que ya deben estar en la calle, a no ser que se hayan excedido a la hora de aplicar su propio método de sustracción (hace unos días le partieron la mandíbula a un señor que se resistía a despedirse de su peluco). Lo más curioso del asunto es que parece tratarse de una especie de epidemia. ¿Alguien había oído hablar de una masa de ladrones de relojes sueltos por Barcelona? Yo no.
Las víctimas, por cierto, tampoco consiguen generar mucha empatía entre la población. ¿A quién se le ocurre ir por ahí con un reloj de 30.000 euros?, he oído preguntarse a más de uno, como si la gente no tuviera derecho a lucir el reloj que le dé la gana. ¡Le está bien empleado, por ostentoso!, he llegado también a escuchar. Ya sé que vivimos una época en la que se lleva bastante lo de culpabilizar a la víctima, pero en el caso de los relojes habría que reservarlo para casos concretos: por ejemplo, el del señor al que le soplaron un reloj de 8.000 euros y dijo que el chisme costaba 80.000 (lo pillaron en su interesada versión de los hechos). A efectos morales, da lo mismo que te roben un Rolex que un Swatch. A efectos prácticos, no.
Lo pude comprobar hace unas noches cuando me soplaron el reloj a mí mismo. Salía con una amiga de una de esas agradables cenas que organiza el abogado Jufresa en el Giardinetto cuando me abordaron dos simpáticos jovenzuelos que me pasaron el móvil y me pidieron que les hiciera una foto. Luego se pusieron a hablar de fútbol y a dar vivas al Barça mientras uno de ellos me daba palmadas en la espalda con tal intensidad que me lo acabé quitando de encima de un empujón. Acto seguido, ambos salieron corriendo como gamos y yo observé que me había desaparecido el reloj, que ellos habían confundido con un genuino Rolex, aunque se trataba de una réplica asaz lograda físicamente, pero que se paraba cada dos por tres y que les habrá granjeado a los chorizos el pitorreo del perista al que hayan intentado endilgárselo.
Tuve suerte. No me rompieron la mandíbula. No se percataron de que mi amiga llevaba un Rolex de los de verdad. Se limitaron a palmearme el lomo --la verdad es que interpretaban bastante bien el papel de turistas borrachos-- y a desaparecer de mi vista en menos de ocho segundos. Puede que me tocaran dos de los descuideros más tontos de Barcelona, convencidos de haber hecho el agosto tras trincar una baratija de 80 euros adquirida vía Internet. Pero el incidente me sirvió para comprobar en mis carnes que la moda del robo de relojes es real, no una leyenda urbana urdida por los enemigos de Ada Colau, y que te pueden dar el palo en el Raval y por encima de la Diagonal. Evidentemente, no había a la vista ni un mosso ni un guardia urbano, pues ya se sabe que en Barcelona lo de apatrullar la ciudad es algo que nunca se ha contemplado. Y tampoco me voy a quejar, aunque no descarto la posibilidad de enviar una carta al ayuntamiento exigiendo que me devuelvan los 80 machacantes invertidos en el peluco fake. Aunque lo que realmente me haría ilusión sería haber visto la cara de los mangantes cuando les dijeran que habían confundido una réplica con el original y que ya la podían tirar a la basura (como le pasó hace años, según se contaba, a una ex amante de Laporta que intentó venderse el supuesto Rolex que le había regalado el magnate).
Bromas aparte, es evidente que tenemos un problema nuevo en la ciudad de los prodigios. Y que si esperamos que lo resuelva la administración Colau nos puede salir barba a todos, incluidas las mujeres y los fluidos de toda clase y condición. Hace tiempo que hay quejas sobre la inseguridad ciudadana, que a Ada le entran por una oreja y le salen por la otra porque las considera turbias maniobras de la derechona. Yo acabo de comprobar que tal inseguridad existe, aunque solo me haya afectado en la desaparición de una apreciada baratija. Peor lo ha tenido el de la mandíbula rota: doy gracias al Señor por haberme cruzado con dos inútiles que, ante dos Rolex, se lanzan a por el falso, pero no les auguro a los interfectos un futuro muy brillante en el mundo del crimen.