En la Ciutadella está, aún, el Zoo de Barcelona. Los barceloneses acuden porque se trata de un recinto donde conviven artificialmente animales más o menos enjaulados. De ahí que tengan comportamientos que poco o nada tienen que ver con los que adoptarían en libertad. Justo al lado del zoo está el Parlament. Conviene a veces visitarlo. Hay allí animales (de la especie humana) aislados del resto de sus congéneres, por eso en no pocas ocasiones muestran comportamientos que no acostumbran a darse fuera de las jaulas en las que se convierten sus despachos o las salas de comisiones o el hemiciclo. El encierro les provoca, por lo oído, una fuerte agresividad verbal, que cesa a la hora de comer, incluyendo a los de la CUP, aunque finjan comer aparte.
Con todo, del mismo modo que los zoológicos sirven para el estudio de las especies animales, porque los bichos, bichos son, también la observación del comportamiento de los diputados puede servir para comprender lo que ocurre fuera. Por ejemplo, el instinto maternal de los mamíferos queda bien reflejado en Esther Andreu, esa amiga de la presidenta, Laura Borràs. Dimitió como secretaria general del Parlament tras haber garantizado un puesto de por vida a su hijito del alma, que tiene ya ahora el sustento asegurado. El sacrificio de una madre para beneficiar a su hijo es algo encomiable, perfectamente natural. Sólo dios eligió que el sacrificado fuera el hijo. A Esther Andreu no se le puede exigir un comportamiento tan divino.
Se observa también entre los señores diputados y las señoras diputadas una tendencia a lo gregario, a moverse conjuntamente, apoyándose los unos a los otros, casi siempre siguiendo y obedeciendo al líder de la manada. Tanto es así que muchos parlamentarios se abstienen de pensar, conscientes de que, a la hora de tomar decisiones, el portavoz levantará los dedos que les indiquen si deben votar sí o no o en blanco o abstenerse. Son los beneficios de la convivencia en una comunidad. Una comunidad casi monacal, de modo que sus señorías ni siquiera tienen que permanecer en el hemiciclo escuchando la tabarra de otro diputado. A la hora de votar, suenan los timbres que les avisan, como en los conventos y monasterios se llama con la campana a vísperas y maitines. Comparar estas llamadas con el sonido que estimulaba al perro de Pavlov sería ofensivo para algún diputado y también para el pobre perro.
Laura Borràs es un claro ejemplo de lealtad a los congéneres y amigos. Por eso se la persigue, por haber sido fiel a una amistad. Es una nueva Antígona. Ésta decide ignorar las decisiones de Creonte, que prohibió enterrar a Polinices por haber traicionado a Tebas, porque su conciencia es superior a las leyes; Borràs, por su parte, es perseguida por haber ignorado las normas de contratación y adjudicar a dedo unos contratillos a un amiguete, Isaías Herrero, por lo demás, condenado a cinco años por tráfico de drogas. Pero entre someterse a las leyes de un Estado opresor (que le paga opresivamente cada mes el sueldo) y la lealtad al amigo, ni Antígona ni Laura Borràs, tienen duda alguna.
Es cierto que a lo largo de la historia, desde Esopo por lo menos, se ha tenido la tentación de describir el comportamiento de los perros, los monos, los leones, los hipopótamos y las urracas para extraer moralejas que sirvieran para adoctrinar a la población en general y a los señores diputados y señoras diputadas, sus vecinos, en particular. Pero después del espléndido verso de Ángel González titulado Introducción a las fábulas para animales, eso ya no es posible. Más bien conviene lo contrario, como él mismo sugiere: “describir algún matiz de la conducta humana que pueda ser educativo” para cualquier animal, doméstico o salvaje. Pues “ya el hombre dejó atrás la adolescencia y en su vejez occidental bien puede servir de ejemplo” al perro para que sea más perro y aprenderá el zorro a ser más traidor y el león será más más sanguinario y el asno, más asno, de modo que “toda bestia aprenda a perfeccionarse como tal” y observe al “homo sapiens, y que aprenda”.