Valencia tiene una sede de la Berklee College of Music; el Centro Pompidou llegará a Jersey City, en las afueras de Nueva York, para abrir un centro de exposiciones, en 2024, que se sumará a los ya existentes en Málaga o Shanghai; Bilbao no se entiende sin el Guggenheim; el Louvre tiene una sede en Abu Dhabi que es una obra de arte en sí misma. También IESE o Yale poseen campus por todo el mundo tratando de atraer el talento más allá de sus fronteras. Los mejores arquitectos firman y levantan obras de prestigio por los cinco continentes; Barcelona no es una excepción con la torre Agbar de Jean Nouvel que forma parte de nuestro skyline. ¿Y Picasso? Tiene un museo en el Born y otro en su Málaga natal. ¿Y qué decir del papel de la cultura durante el confinamiento? A golpe de click pudimos acceder a casi todos los museos del mundo gracias a la digitalización de su catálogo.

Y es que, como bien nos recuerda la inscripción en el Saló dels Miralls del Liceu, “el Arte no tiene patria”. Teatro, por cierto, por donde han pasado artistas nacionales e internacionales de prestigio. Quizás la reticencia inicial de Ada Colau a acudir a su palco ya nos daba alguna pista de cómo sería la “política cultural” (ese oxímoron) de nuestra alcaldesa.

Unas prioridades municipales, salvo escasas excepciones, basadas en la exaltación del localismo, en la invención de nuevos derechos como el dret d’accés a la cultura para “garantizar la equidad y la igualdad de oportunidades” -cuando no se trata de eso o no sólo, sino en alimentar sociedades ilustradas y críticas que cuestionen lo establecido, que señalen al poder-, subvenciones con requisitos de género/transversalidad y una farfolla interminable que no son más que trabas a la libertad de creación. Y, claro, el NO al Hermitage.

El museo jamás tuvo la más remota posibilidad en Barcelona. El equipo de Colau puso las excusas más peregrinas siendo la más repetida la de no ser una ciudad de “franquicias”, como si eso fuese la vara de medir de la calidad artística de la colección y del propio edificio. Se le olvidó mentar otra de sus palabras tabú: “gestión privada”, es decir, fuera de su alcance. Ahora la broma del baile de “quizás” y “noes” puede salir muy cara: 141 millones de euros piden los promotores por los retrasos municipales para resolver la cuestión.

Lo que subyace desde el principio es una mezcla de ignorancia y complejos a hacer nada en Barcelona que suene remotamente a “elitista”, cuando debería ser justamente lo contrario: traer un pedazo de una de las mejores pinacotecas del mundo es una forma de respetar a sus ciudadanos facilitándoles el acceso a un universo pictórico. Un museo así nunca sobra, como tampoco la biblioteca de barrio García Márquez; no es incompatible, ambas cosas muestran la tradición, la grandeza, la magnificencia material, moral, tangible e intangible de la alta cultura que trata de explicar el mundo y poner orden al caos.

Y hacerlo además en un magnífico espacio infrautilizado al lado del mar, en el barrio de la Barceloneta, que pide a gritos la revitalización de sus calles. Valents ha estado allí, no pueden más: incivismo, okupas, suciedad y ese abandono que es marca Colau.

¿Qué sobraba Sra. acaldesa?, nada, solo su empeño en achicar los espacios de libertad y pensamiento en una ciudad degradada y provinciana como nunca. Todo intento local o extranjero de apostar e invertir, es mirado con la desconfianza y el desdén del que todo lo ignora. “¡Bah! Lecciones a mí.”

¿Qué tenemos en cambio a la vista? Un Govern gastando cientos de millones de euros en hacer, a la vez sin orden ni concierto, obras que nadie ha pedido, superilles de dudosa legalidad, y carriles bici -seguro que donde iba el museo pondrán uno- sin límite, convirtiendo a Barcelona en el velódromo més gran del món.