Ya es un hecho. A partir del año 2035 no será posible adquirir vehículos de combustión en todo el territorio de la Unión Europea. Así lo ha acordado el Parlamento Europeo. Dentro de trece años, por tanto, los ciudadanos no podrán comprar ningún automóvil que funcione con gasolina, diésel, gas o incluso que sea híbrido.
Se trata de una norma de la Unión que reviste la forma de Directiva, la cual, a diferencia del Reglamento, no es directamente aplicable en los estados miembros, sino que su eficacia se concreta en exigir a éstos la aprobación de las normas internas que sean necesarias para acomodar su legislación nacional a los principios básicos contenidos en la Directiva.
En el caso de España, recordemos, el año pasado se aprobó una ley de similar objeto: la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, que preveía que la fecha para dejar de vender en España automóviles y vehículos comerciales de combustión e híbridos sería el año 2040.
La medida, ha dicho Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, es un mensaje a los fabricantes europeos de vehículos a motor para que aceleren el proceso, que algunos ya han comenzado, para su transformación en empresas que fabriquen exclusivamente coches eléctricos o con pila de hidrógeno. Pero también una advertencia a las marcas extranjeras para que cambien su modelo de negocio si desean seguir operando en Europa.
Siendo así, no podemos sino aplaudirla. Los glaciares se deshacen, los plásticos campan a sus anchas en los océanos y los cielos, sobre todo los que cubren las grandes ciudades, amanecen grises por la polución.
Es necesario tomar conciencia. Y hacerlo pronto, pues el planeta no puede esperar más y la salud, tanto la nuestra como la de aquellos que nos sucederán, está en juego.
Pero claro, no sólo los vehículos de combustión son los responsables de esta situación. Si no se toman otras medidas paralelas, el esfuerzo no habrá servido para mucho.
Y es que, como viene ocurriendo desde hace tiempo, el problema principal radica en el consumismo frenético que domina nuestras vidas. La producción en cadena de millones de objetos innecesarios que, más temprano que tarde, acabarán apilados en los kilométricos vertederos que ya dominan una porción preocupante del paisaje. “¡Produzcamos millones de toneladas de productos amontonados y seremos felices!”, dijo el escritor francés Frédéric Beigbeder. El desarrollo económico concebido como la producción cada vez mayor y más inútil de mercancías, de “una inmensa acumulación de mercancías”, advirtió Karl Marx.
De este modo, si las medidas que se tomen por los poderes públicos, ya sean nacionales o supranacionales, no van acompañadas de un cambio de paradigma, no serán más que prohibiciones estériles incapaces de lograr su cometido, por noble y necesario que sea.
Aunque las grandes multinacionales pretendan convencernos a través de sus coloridas campañas de marketing, progreso no equivale a consumo abundante y compulsivo, sino a consumo responsable, a consumo consciente y conocedor de los procesos productivos que han sido precisos para llegar al producto final. El progreso pasa necesariamente por el conocimiento, por la reflexión, por detenernos a pensar sobre las consecuencias de nuestros actos. Algo que los grandes accionistas, por miedo a perder su fortuna, desean evitar a toda costa. La educación es mala, la cultura es peligrosa y la religión, vestigio de un pasado oscuro. “¿Qué le vamos a hacer si la humanidad ha decidido reemplazar a Dios por productos de gran consumo?”, se preguntó Beigbeder.
Pero no es así, porque la decisión, si no es libre, no puede ser considerada decisión, sino imposición implícita. Y sólo es libre aquella que se toma tras ser debidamente informado, tras ser debidamente formado. La ignorancia es un arma utilizada por los que tienen para someter a los que no tienen. Puede revestir diversas formas: la propaganda, la publicidad, las vidas idílicas representadas en anuncios y en redes sociales y, en resumen, todo aquello que, nada más contemplarlo, provoca el deseo. Un deseo avivado por imágenes relamidas y músicas pegadizas.
El problema, por tanto, es de proporciones colosales. Y culpar sólo a los coches o sólo a los cruceros del cambio climático, aunque también influyen, es un mal chiste contado por un mal humorista.
Aprobar leyes es necesario. Colapsar el Boletín Oficial del Estado o el Diario Oficial de la Unión Europea es contraproducente. Paremos, reflexionemos y actuemos en consecuencia. Tal vez, si está bien hecha, bastaría una sola norma. Y es que la solución, como siempre, radica en una buena formación.