El Ayuntamiento de Barcelona ha desempolvado el aparato de propaganda de los grandes acontecimientos para difundir la prohibición de fumar en las playas de la ciudad; más exactamente, en los 10 arenales de la costa local. Porque, en realidad, el objetivo no es que la gente deje de fumar, sino impedir que deje las colillas en la arena o el agua, donde al final acaban: parece ser que las pavas constituyen el 25% de los residuos marinos, y que tardan nada menos que un decenio en descomponerse.
Más allá de la instrumentalización publicitaria del asunto por parte de nuestro consistorio, hay que convenir en que la medida es un acierto. Como lo fue prohibir que se fumara en el transporte público, en los centros de trabajo y en las zonas comunitarias de las viviendas.
Lo más inimaginable de esta carrera contra el humo y sus consecuencias fue su expulsión de los restaurantes, algo impensable no ya para los consumidores de puros, sino para el más amateur de los fumadores de cigarrillos. No solo era una cuestión de paladar y gusto –después de comer es cuando más apetece un pitillo--, sino que nuestro mundo había creado una liturgia en torno al tabaco.
La industria cinematográfica construyó a lo largo del último siglo una cultura en absoluto desinteresada sobre el cigarrillo que asociaba su consumo a bienestar físico y social, también intelectual. Felizmente, el vino y la cerveza lo han sustituido como muletilla para todo tipo de situaciones, especialmente las felices, en películas, series y podcats. En todos los formatos audiovisuales disponibles, excepción hecha de las redes sociales, donde el abanico de protagonistas para ese papel es mucho más amplio.
Lo dicho: bien está que el ayuntamiento se enfrente y declare la guerra a las pavas, si no por la salud de los ciudadanos, por la de sus playas. El siguiente paso debería ser trasladar el mismo objetivo a las calles y, sobre todo, a los alrededores de las terrazas de los bares.
Mal está que algunos camareros descuidados vacíen el contenido de sus recogedores --las pocas veces que barren la acera-- en las papeleras municipales, pero peor aún es que no pongan ceniceros a sus clientes y favorezcan así la mala costumbre de tirar las colillas al suelo. El coste de recogerlas en la acera, en la calzada o en los arenales no debería ser asumido por todos los barceloneses, sino por los fumadores.