Por decisión de esa alcaldesa que sabe mejor que todos nosotros lo que nos conviene, ya no se puede fumar en las playas de Barcelona. El que quiera hacerlo, deberá trasladarse al chiringuito más cercano y hacer gasto, pues parece que en cuanto te alejas de la orilla, los efectos funestos del humo para los fumadores pasivos desaparecen como por arte de magia. Quien insista en practicar su insano vicio en la arena puede enfrentarse a una multa de treinta euros. ¿Era prioritaria esta medida en una ciudad que está a la cabeza de España en okupaciones, que se ha llenado de ladrones, que está descuidada tirando a guarra y en la que las ratas campan por sus respetos por la plaza de Catalunya? Yo diría que no, pero ya se sabe que, en caso de duda, hay que tomarla con los fumadores. Por su propio bien, claro está. El fumador se ha convertido en el principal chivo expiatorio del presente. Se le expulsó de bares y restaurantes, lo cual, a fin de cuentas, no me parece mal: son recintos cerrados y puedes molestar con tus malos humos a mucha gente. Pero ya se habla de prohibir fumar en las terrazas y pronto se le ocurrirá a alguien que hacerlo por la calle, ya sea caminando o sentado en un banco, es intolerable. De momento, las playas, espacio abierto donde los haya que, si no se encuentra especialmente masificado, permite una cierta distancia entre ocupantes de toallas. Pero la prohibición tiene un punto ideológico-sanitario-moralista que, en el fondo, oculta una merma de los derechos del ciudadano, uno de los cuales es elegir su propia manera de morirse.

No negaré que hay fumadores más bien guarros que tienen la mala costumbre de hundir las colillas en la arena, algo muy feo y que no debe hacerse. Pero también los hay que coleccionan sus colillas cuidadosamente y se deshacen de ellas en la papelera más cercana cuando abandonan la playa. La nueva prohibición castiga injustamente a los segundos, a quienes, como algunos recordarán, hubo una época en la que se les facilitaba una especie de cucurucho-cenicero que resultaba especialmente práctico, pues así podías fumar sin acumular colillas ni enterrarlas en la arena para amargarle la vida al que viniera después de ti. Y ni siquiera se ha pensado en habilitar una zona de las playas para fumadores, privilegio que sí merecen los perros (que pueden dejar tras ellos materiales más contundentes que las colillas). Puestos a culpabilizar al fumador, esas zonas restringidas podrían estar valladas y vigiladas por agentes de la guardia urbana (que podrían hacer doblete y repartir los cucuruchos). Se crearían así una especie de campos de concentración, progresistas y sostenibles, en los que esa gente infame que fuma podría dar rienda suelta a su demencia y su maldad en condiciones de seguridad para el resto de bañistas. Aceptaría, incluso, que quien osara enterrar una colilla en la arena se llevara, junto a la correspondiente multa, un porrazo de los vigilantes. Marginados y culpabilizados, los fumadores podrían, por lo menos, salvaguardar de mala manera su libre albedrío.

Cartel de prohibición de playas sin humo en la Barceloneta / LUIS MIGUEL AÑÓN (MA)

Pero ni eso. Adiós al pitillito de después de nadar, que tan bien sienta (aparentemente, claro). Adiós a los cucuruchos para almacenar colillas. ¿Qué pagan justos por pecadores? Bueno, ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romperle los huevos a alguien (o algo parecido). Los perros tienen derecho a su propia playa. Las ratas tienen a su disposición la plaza más relevante de Barcelona. Pero para los fumadores, nada de nada, pues, como todo el mundo sabe, tienen la culpa de todo lo que va mal en el mundo en general y en Barcelona en particular. No tardarán mucho en echarles la culpa del cambio climático. O del asesinato de Kennedy.