Con el cierre de la mercería Olga en el Poble Sec, Ada Colau consigue otra victoria ideológica. Consiste en acabar con los pequeños comercios de Barcelona, especialmente si tienen años de historia, de tradición o de símbolo entrañable en la memoria histórica y sentimental de la ciudad. Con el sucesivo cierre de mercerías, se hace desaparecer del mapa uno de los iconos humanos de la Barcelona pequeño burguesa, burguesa y menestral. Es el senyor Esteve, personaje novelesco de Santiago Rusiñol quien, desde 1907 en L’auca del señor Esteve, representaba los valores del auténtico comerciante barcelonés. A través de él y de su saga familiar, el autor relata, con precisión de urbanista y cronista, la historia de una tienda del barrio de La Ribera llamada La Puntual. Prototipo del empleado que trabaja, asciende y prospera en la escala social hasta convertirse en rico, respetado e influyente, el señor Esteve tenía todos los méritos para que tanto el lumpen proletariado como las élites de derechas e izquierdas le despreciasen con la palabra saltataulells, que significa aprendiz o dependiente de comercio pero se usa como insulto.
Desde el primer año de su mandato, ya se veía venir que Colau y sus trepas decidieron acabar con aquella tradición histórica del sentido del orden que rezaba el romance medieval barcelonés: “Si se empobreciese Barcelona y se quedase sin dineros, la volverían a hacer rica los sastres y los zapateros”. Con el advenimiento de la primera alcaldesa de la ciudad, su confrontación con los mercaderes no ha hecho más que agravar la situación, la indignación y el descontento de los pequeños comerciantes de barrio que no sospechaban que Colau les detestaría con tanta inquina y tanto resentimiento. Como la aversión de la alcaldesa contra el tejido comercial de la ciudad, que venía desde antes de haberse visto ni conocido. El resto ha sido una liquidación que no cesa.
La consecuencia es el sucesivo cierre de mercerías como Olga, y Alié, que después de ochenta y cinco años en El Raval ha huido a Badalona. Sin olvidar las persianas bajadas de sastrerías de trajes y camisas a medida y a plazos. Desde cada barrio popular, hasta Señor en Paseo de Gràcia y Xancó en la Rambla, con clientela masculina de clase alta. La mercería, sin embargo, tenía una parroquia más humilde, trabajadora y mayoritariamente femenina. Eran territorio y punto de encuentro de las modistas y de las mujeres que cosían en casa para sostener la economía familiar. Las que aún celebran en la Catedral el día de Santa Lucía, patrona de todas ellas, y tradición que también aborrece Colau. Ligada a la crisis y extinción de la fiebre de oro textil de Cataluña, muchas mercerías tampoco han conseguido sobrevivir a la moda del macramé ni a la resurrección de la calceta como entretenimiento y paliativo de las jubilaciones, el paro y los encierros en la soledad de la pandemia.
Conocidas también como casas de betes i fils, las mercerías eran un fantástico calidoscopio de colores, botones y otras mil y una pequeñas cosas para coser, tejer y bordar. Todas expuestas o guardadas con un método y un sentido del orden que para sí quisieran algunos ordenadores colocados ahora sobre mostradores de aquellas maderas nobles, aromáticas y resistentes. Hasta que les llegue la hora del último adéu-siau, senyor Esteve.