Creo que en el último sitio en el que podrían encontrarme es en un crucero por el Mediterráneo, el Caribe o el estanque del parque de la Ciutadella, tanto da. La decoración hortera, llena de dorados y estrellitas, la figura del animador y un ambiente festivalero decadente me provocan un rechazo que no tienen por qué compartir. Además, me mareo en barco.

Mientras escribía el párrafo anterior, resonaba en mi cabeza la musiquilla de «Vacaciones en el mar». En su versión original, se llamaba «The Love Boat» porque todos los artistas invitados acababan enamorados entre sí como tortolitos al final de cada episodio. Razón de más para contemplar con recelo esta manera de pasar unas vacaciones.

Pero… A ver, que cada uno se goza como quiere y he conocido a verdaderos entusiastas del crucerismo, que se lo pasan pipa con las ocurrencias de los animadores y las distracciones de a bordo, y que consideran haber visitado una ciudad saliendo en tropel por la mañana y regresando en tropel por la tarde, aunque luego confundan el Pireo con Estocolmo. Si se lo pasan bien, adelante.

Sin embargo, en Barcelona, el asunto de los cruceros trae cola. El Ayuntamiento por un lado y las autoridades portuarias por el otro se han enredado en una polémica en la que se ha apuntado hasta el Tato y que, echándole un vistazo por encima, carece de argumentos contrastados y abunda en tópicos. Es decir, sigue la tónica de tantos otros debates que ocurren en Barcelona alrededor de las cosas de Barcelona.

Resulta que Barcelona se ha convertido en una ciudad turística. No descubro nada. Se vienen un montón de turistas cada año a ver la Gran Mona de Pascua (la Sagrada Família) y el Camp Nou, dispuestos a unirse a las tradiciones locales, como el botellón, el andar borrachos por la Plaza Real o el Paseo Marítimo, las despedidas de soltero y ese comer calamares a la romana de goma de neumático en las Ramblas, o una paella congelada, a veinte pavos la ración.

Esto, como es de suponer, pone a la población indígena ante problemas largo tiempo anunciados, pero siempre pendientes de resolver. Por ejemplo, los apartamentos turísticos. También, el ruido y el incivismo. O la desaparición de los comercios del barrio, los que imprimían carácter a la ciudad, que ahora venden camisetas del Barça y toros de «trencadís». O la muchedumbre en chanclas que nos priva de pasear por el parque Güell.

La convivencia no es fácil y el problema es muy complejo, insisto, pero aquí nos gusta simplificar y preferimos decir burradas a pensar lo que decimos. Y algo de eso, como decía, ha pasado con los cruceros. Se dice que contaminan una barbaridad y que son el paradigma de la masificación turística. La propuesta de limitar los desembarcos de cruceristas la ha puesto sobre la mesa nuestro gobierno municipal, tirando del tópico, con su característica alegría.

Es cierto que llega un crucero y en una hora tienes a mil, dos mil o tres mil personas detrás de un guía recorriendo la ciudad en un tiempo récord, todos al paso, como un regimiento de granaderos. Pero los cruceristas no se hacen pis en los portales ni cantan el himno del Liverpool a las tantas de la madrugada, porque pernoctan en el crucero. También parece que un crucerista gasta más en la ciudad que un turista medio y su visita no perjudican al precio de la vivienda, porque, insisto, no duermen en apartamentos turísticos.

¿Contaminan? Sí, claro, pero ¿tanto como dicen? Los datos del Ayuntamiento, de las autoridades portuarias y de los meteorólogos dicen que la décima parte de la contaminación atmosférica de Barcelona la produce el tráfico marítimo del puerto; la debida a los cruceros no llegaría al 1 %. Además, es una cifra en franco retroceso.

Se dice que las emisiones de dióxido de azufre (SO2) de estos cruceros equivale a la de no sé cuántos miles de automóviles, pero, claro, los automóviles casi no emiten dióxido de azufre y los barcos, sí, todos, porque consumen fuelóleo. Si los cruceros pudieran conectarse a la red eléctrica en vez de tener que mantener sus motores en funcionamiento, este problema se solucionaría en un pispás.

Etcétera.

Lo único que he pretendido decir con estas observaciones es que no podemos ir por la vida con grandes anuncios simplistas que ocultan problemas complejos. Necesitamos otra cosa: datos objetivos y la franca colaboración de todos los implicados. Nadie ha dicho que esto sea fácil, pero el turismo, amigos míos, es un serio problema. No sigamos mareando la perdiz.