Vivimos en el conflicto permanente. Somos así y así es nuestra Barcelona. Un ejemplo claro y diáfano lo tuvimos la pasada semana. El Ayuntamiento adelanta el horario de retirada de terrazas una hora. De lunes a jueves a las 23.00 horas, de viernes a domingo a las 24.00 horas. El gremio de restauradores criticó con dureza la medida. No es para menos, porque se aplica en un momento álgido del negocio. Las consecuencias son económicas y laborales. Económicas porque bajará el número de clientes. La noche es el momento estelar, y los restaurantes tienen complicado ajustar dos turnos, por lo que uno puede quedar afectado. Los vecinos afectados por las jaranas y el constante ruido celebran la medida pero quieren más, que los horarios todavía se reduzcan una hora.
Este es el gran dilema. Tengo que confesarles que a título personal me avendría más con los vecinos. Tengo una edad y mis hábitos y costumbres distan mucho de la juerga. A lo más una cena con amigos o con mi pareja. Son citas animadas, pero no estridentes. Algo que es difícil de pedir a los jóvenes. ¿O es que no nos acordamos de que fuimos jóvenes?
Sin embargo, hay que tener un cuenta una cosa que me hace dudar de estar al lado de los vecinos. Barcelona no es una ciudad que vive de puertas adentro. Al contrario, nos tiramos a la calle en verano y en invierno. Y en primavera u otoño, cuando las temperaturas son más benignas y agradables. Barcelona no puede aspirar a ser un pueblo grande o una ciudad pequeña, como lo prefieran ver. Es una ciudad con mucha actividad, y no solo por el turismo. Somos una ciudad cosmopolita, y eso tiene ventajas e inconvenientes. Ventajas que hay que explotar e inconvenientes que hay que superar. La solución no pasa por la restricción, por el palo y tentetieso, pasa por la renovación y a la adaptación a los cambios. Que existen, no se pueden ocultar, y menos reprimir.
Los vecinos de Enric Granados tienen todo el derecho del mundo a vivir tranquilos, pero saben dónde viven porque el sector de la restauración y el ocio no es ajeno a la calle y sus adyacentes. No es nuevo, tiene tantos años como la reurbanización de la calle. Enric Granados se ha convertido en un polo de actividad económica que tiene sus consecuencias negativas. Todas la tienen. Pero, también tienen consecuencias positivas. A nadie le gusta vivir al lado de una gasolinera, pero sabemos que son necesarias. A nadie le gusta vivir al lado de un polígono industrial, pero son necesarios. A nadie le gusta vivir en una calle de mucho tráfico, pero las grandes urbes necesitan vías que absorban el tráfico rodado. A nadie le gusta oír el metro o los ferrocarriles, pero ahí están. Ya no les digo vivir al lado de una cárcel o al lado de un centro de desintoxicación. O un hospital. Pues eso, a nadie le gusta vivir en una zona de ocio y restauración pero a buen seguro que los vecinos de la calle de marras también gozan del ocio y la restauración. Eso sí, les gusta que no esté en su calle, que ahí es donde viven y no están para zarandajas. ¿Dónde está el límite de la solidaridad? ¿Y el del egoísmo?
Esperemos que el debate dentro de un mes no sea que la restauración y la distribución prevén una escasez de suministros. No sea que nuestra preocupación se centre en que nuestros bares y restaurantes no nos pueden servir como nos gustaría que nos sirvieran. O peor, que cierren. En Barcelona, unas 80.000 familias viven de la economía circular de estos sectores. Han sufrido durante la pandemia y, ahora que levantan cabeza y pueden arreglar algunos desaguisados del pasado, nos ponemos estupendos y les ponemos cortapisas. Tampoco vale la picaresca y que se incumpla sistemáticamente la norma como parece por el elevado número de inspecciones y multas para los locales de Enric Granados, que los propietarios señalan como un aumento del acoso por parte de la administración.
No me gustaría estar en la piel de los responsables del consistorio que han tomado una decisión, valga decirlo más que compleja. O los vecinos, o los comerciantes. No es tampoco una polémica nueva. Ha sido una constante a lo largo de la historia del crecimiento de Barcelona. Sin embargo, el Ayuntamiento no puede arrinconar a un sector productivo para proteger los derechos de los ciudadanos a la paz y el sosiego. No puede ponerse de parte de unos en detrimento de otros, porque esos otros también son barceloneses y dan trabajo a varios miles de trabajadores. La convivencia en las ciudades es un valor, pero las ciudades están hechas para convivir. Unos intereses y los contrapuestos y el Ayuntamiento debe encontrar una solución equilibrada que dibuje alternativas para el más afectado. ¡Salomón, qué recuerdos! No quiero pensar que en la decisión han pesado motivos electorales. Los vecinos son más numerosos que los comerciantes. No hagan caso, es solo una ocurrencia.