En un país que no universalizó el derecho a la educación hasta los años ochenta del pasado siglo, la ignorancia es un derecho. Porque a gran parte de la población le estaba vetado, por motivos económicos, el acceso a la formación más elemental. En los setenta y ochenta, en los campamentos del servicio militar se agrupaba a los quintos analfabetos (y había muchos) junto a los que eran universitarios para que éstos les escribieran y leyeran las cartas a la familia y a las novias. Buena parte de la ciudadanía tenía que conformarse, en el mejor de los casos, con una enseñanza primaria que finalizaba a los 14 años, edad en la que a muchos los ponían a trabajar. De forma que se puede comprender que en medio de un minuto de silencio por un atentado salga un energúmeno ignorante, en realidad más de uno, porque este personal tiene tendencia a agruparse. Son gente con derecho a su ignorancia. No es lo mismo que quien ha tenido oportunidad de formarse y, además, cuenta con la posibilidad de asesorarse porque le pagan los asesores. A precio de oro, por cierto. Así ocurre con Joaquim Forn, Jordi Turull o, claro, Laura Borràs.

Que los gritones de turno no sean capaces de acceder a la información que establece claramente quién y cómo realizó el atentado de hace cinco años, puede resultar lamentable (hoy hay medios para vencer ese desconocimiento), pero que los dirigentes de Junts per Cat se empecinen en la teoría de la conspiración sólo se explica por su mala fe. Si son ignorantes es porque quieren. Forn fue, qué casualidad, el máximo responsable de la policía catalana, de modo que las infundadas sospechas que propala tienen toda la pinta de ser una cortina de humo para ocultar su propia incompetencia.

La actitud de este personal tiene antecedentes claros: Aznar cuando se produjo en 2004 el atentado del 11 M en Madrid. Él mismo se dedicó a llamar a directores de diarios para afirmar que el atentado lo había cometido ETA y no un grupo islamista, pensando que eso le daría votos en las elecciones que iban a celebrarse en breve. Mentía y era plenamente consciente de ello. Del mismo modo que un sector del independentismo miente cuando atribuye el atentado del 17 de agosto en la Rambla y Cambrils al “Estado español”. Unos y otros están encantados de presentarse como víctimas para ocultar su vocación de verdugos.

La realidad, para estos individuos, no importa. Lo único que vale es interpretarla de forma que les favorezca. Igual que Aznar prefería que el atentado fuera cosa de ETA, Junts se emperra en que el “Estado español” sea cómplice directo o indirecto de los hechos, aunque no haya ni un sólo dato a favor de esa interpretación. PP y Junts emplean la misma táctica. Una vez más.

Al calor del empleo de la mentira ha ido medrando una serie de políticos que tienen como denominador común la desfachatez: Laura Borràs, Carles Puigdemont, Joaquim Torra, Joaquim Forn, Isabel Díaz Ayuso, Boris Johnson, Donald Trump, Jair Bolsonaro. Personas sin miramientos ni respetos hacia nada que no sea la propia voluntad. La verdad, por supuesto, sólo lo es si les beneficia. En caso contrario, se inventa otra. O se paga a alguien para que la invente y difunda.

En el caso catalán, lo más grotesco es que este comportamiento se parece al que Machado atribuía a Castilla que “desdeñosa, desprecia cuanto ignora”, un territorio que el independentismo dice aborrecer. Borràs y compañía responden a lo que algunos psicólogos catalogan como casos conspicuos de narcisismo. En un texto colectivo reciente, titulado ¿Por qué el narcisismo encuentra tan atractivas las teorías conspiratorias? se puede apreciar cómo este tipo de trastorno, que le convierte a uno en el mejor de los mejores, sirve para afirmar “la propia superioridad y el derecho a un tratamiento especial”, como hacen los independentistas. Y, al mismo tiempo facilita abrazar las teorías de la conspiración. Estos tipos son crédulos con las propias versiones y, con frecuencia, paranoicos convencidos de que todo el mundo se levanta pensando en cómo fastidiarlos. Como si el mundo no tuviera otra cosa que hacer.

Y cuando se les pilla, no dudan, como los niños chicos, en mentir y afirmar que todo les pasa por ser tan guapos y defender al país más guapo del mundo, en cuyo nombre se puede mentir, gritar, agredir, cobrar comisiones, otorgar contratos sin concurso y negar a los demás incluso el derecho a venerar a sus difuntos.