Cuando decimos que una ciudad tiene personalidad, que es singular, que nos apetece visitarla porque en ella respiras un carácter propio y genuino, estamos apostando decididamente por una manera de entender cual es el atractivo esencial que posee una urbe. Hay ciudades que nos atraen por su propuesta única e irrepetible, a nivel monumental, arquitectónico, cultural, gastronómico…
Creo que es cierto, que es algo indiscutible. No hay nada más seductor que ser diferente. Tanto a nivel urbanístico, social como personal.
Cuando eres como eres, cuando haces las cosas a tu manera (my way) la gente te reconoce y te diferencias de la muchedumbre silenciosa. En las antípodas de todo eso, al otro lado de la película, están las cosas artificiales, prefabricadas, el cartón piedra style. Cuando dejamos de valorar la autenticidad y lo espontáneo, eso que es tan profundamente fruto de la esencia humana, acabamos por construir de manera aséptica, racional (mental) y desde un despacho de técnicos y expertos una solución estandarizada y funcional. Un rollazo, vaya. ¡Un aburrimiento supino, oiga!
Por lo visto, el Port Olímpic de Barcelona tendrá listo en el año 2024 lo que han dado en bautizar como el gran balcón gastronómico. Por cierto, titulo rimbombante y de estilo anticuado, naftalínico. La verdad, no lo veo muy adecuado para una ciudad proyectada al futuro y a la innovación. A saber de qué mente preclara ha salido el invento.
Se ve que les están metiendo prisa y han tenido que avanzar dos años la renovación integral de la zona para que esté preparada para la tan anunciada y glorificada Copa América de Vela.
Desde un despacho tecnocrático repleto de sabios, con tecnología digital y compás, ya están dándole forma a lo que dicen que será el nuevo buque insignia de la restauración local, sobre un muelle de 24.000 metros cuadrados. Serán nada más y nada menos que once cocinas (restaurantes) y tres tres tiendas especializadas, un nuevo Port Olimpic con una novísima zona de restauración en pleno muelle de Gregal.
Desde el consistorio municipal ya nos anuncian que la oferta gastronómica será de una gran calidad, con diversos acentos culturales. Y claro, todas las cursilerías gastrofashion pseudomodernillas ya están servidas, a partir de aquí.
Que si será la avanzadilla foodie de Barcelona, que si va a marcar la innovación del no va más y otras tantas proclamas más o menos sonoras. La cuestión es que esta movida se concretará en tres fases de obras que avanzaran, de manera simultánea, para llegar a tiempo a la deseada meta final del 2024. Jolgorio, tijeras que cortan una cinta y que empiece la party.
Tanto la estética como la jerga biosostenibles también entraran aquí en juego, a toda máquina. El proyecto constará de 3.300 metros cuadrados de pérgolas solares, con 1.600 módulos fotovoltaicos que cubrirán las terrazas, e incluso gozaremos de hermosas y relucientes cubiertas verdes bioclimáticas.
Si resulta que, a partir de ya, todas las ciudades del mundo se diseñan de manera estándar, funcional y aséptica, todas cortadas por un mismo patrón, digo yo: el universo va a ser un lugar súper práctico, pero también alucinantemente aburrido, no…
Todo eso está muy pero que muy bien. Pero yo me pregunto: ¿qué hay de auténtico en todo eso?
Iluso de mi, recuerdo, más que con nostalgia con verdadera pasión, aquellos chiringuitos de la Barceloneta. El Can Costa o el Can Pinxo. Un sábado, un domingo o un día en el que te apetecía celebrar algo, te acercabas por allí, unos amables señores te aparcaban el coche, el entrañable Bernardo Cortés Maldonado (el poeta de la Barceloneta) te cantaba unas canciones con su guitarra y te metías entre pecho y espalda una fantástica paella y un vinito blanco d’agulla en aquella Barcelona preolímpica.
Y eso lo celebrábamos y lo valorábamos por todo lo alto los de aquí, los propios barceloneses, y no veas como les entusiasmaba a los turistas del mundo cuando lo descubrían. Se volvían literalmente locos de alegría.
Espontaneidad, autenticidad, lo genuino de toda la vida, oiga. Ya saben ustedes de qué les estoy hablando…