El Gobierno municipal de Barcelona no participa de la ideología liberal. Al contrario, es partidario de intervenir en las relaciones sociales y económicas, con la sana intención de corregir los desajustes que aparecen en el capitalismo neoliberal que, como se está viendo en los últimos tiempos, son muchos: en materia de energía (gas, petróleo, etcétera), en vivienda, en movilidad y en tantos otros aspectos. Los liberales pueden vivir tranquilos, amarrados a su convencimiento de que las administraciones públicas no tienen que hacer nada, porque saben que, cuando hace falta, intervienen. Hoy hasta el PP europeo está a favor de meter mano a las empresas energéticas. Y entre los precursores del control del sector energético no están sólo los conservadores sino también un supuesto liberal como Emmanuel Macron.
Dada la voluntad intervencionista del consistorio, llama la atención que en algunos puntos se entregue al laissez-faire laissez passer del ultraliberalismo. Claro que, en este caso, sus teóricos no reconocen abstenerse por liberales sino que pretenden ser espontaneístas. El espontaneísmo revolucionario del que emergían todos los bienes y ningún mal era defendido por buena parte del pensamiento ácrata que propugnaba la supresión del Estado, pero la izquierda estatalista o socialdemócrata era más bien partidaria de regular el mercado en mucho o en poco, según los casos. En la carretera de Sants, en cambio, rige la desregulación: allí la movilidad del tráfico se caracteriza por la falta de reglas, confiando en que todo se autorregule, espontáneamente. El resultado, de momento, es un cierto caos. A lo mejor (o a lo peor) el caos desaparecería si se eliminaran las normas y los encargados de hacerlas cumplir, dado que no lo hacen, pero de momento no es así.
Una somera descripción. Tras la ampliación de las aceras, siendo Joan Clos alcalde, el espacio para el tráfico quedó reducido a dos carriles en cada sentido de la marcha. Uno de ellos, reservado al transporte público y el otro para uso de los vehículos privados. El problema es que esa vía, que agrupa una sola calle con dos nombres, Sants y Creu Coberta, es la principal arteria comercial de Barcelona. Prácticamente todos los bajos están dedicados a la actividad comercial o similar, lo que exige un potente espacio dedicado a la carga y la descarga. Pero resulta que en toda la calle no hay un sólo metro lineal reservado para esa función. El resultado es que la distribución de mercancías se hace con los vehículos estacionados en el único sitio que pueden: el carril bus. Y, claro está, cuando hay una furgoneta parada, el bus no pasa o tiene que salir como puede al otro carril de tráfico, habitualmente congestionado.
Es difícil pasear por la carretera de Sants de lunes a viernes y no ver en cada tramo de calle no ya uno sino dos y hasta más vehículos de reparto. Están mal aparcados, sí, pero no tienen otro remedio, de modo que el consistorio ha decidido razonablemente ignorar la ley y no multarlos. Confía en que la espontánea buena voluntad del personal contribuya a resolver las cosas: que los repartidores estén el menor tiempo posible, que los conductores de vehículos privados sean comprensivos, que los usuarios del transporte público asuman con paciencia la lentitud de los autobuses. Una actuación, o sea, una no intervención, basada en el criterio espontaneísta o, según se interprete, ultraliberal.
Los fines de semana todo cambia. La calle queda cortada al tráfico, tanto al público como al privado, y pasa a convertirse en un paseo peatonal. Aunque, como en todas partes, los peatones tienen que asumir que su espacio sea invadido por patinetes y bicicletas, algunos de cuyos conductores parecen más participar en una carrera que circular por una zona pacificada. No importa, también los fines de semana en Sants se impone el espontaneísmo revolucionario, es decir, el no hacer nada por parte de las autoridades municipales. Tanto es así que pese a conocer los problemas (suponer que los ignoran sería un insulto muy serio) optan por no hacer nada. Con frecuencia ni siquiera hay Guardia Urbana y los encargados de nada, porque no tienen autoridad ninguna, son unos “agentes cívicos” obligados a ver impertérritos como les cruzan por delante patinetistas, ciclistas y, en los últimos tiempos, hasta motoristas.
En Sants se produce un día sí y otro también un movimiento espontáneo que en realidad encubre que las autoridades no saben cómo resolver la situación. O no quieren hacerlo.