Tuve un profesor que, cuando alborotábamos o respondíamos tonterías a sus preguntas, nos pedía, por favor, que no fuéramos unos melones. La expresión nos hacía gracia, pero la RAE nos habría devuelto a la realidad, porque un melón es una persona torpe y necia.

Todos hemos sido melones en uno u otro momento. Todos. La historia de la humanidad es una sucesión de melones haciendo melonadas. Nietzsche, socarrón y más elegante, sostuvo que el mundo está regido por el azar y la estupidez. Vivimos en medio de un melón-drama.

Siempre ha sido igual, diríamos, para levantarnos el ánimo. Los melones campan a sus anchas por el campo desde que el hombre es hombre. Pero ¿qué alivio es ése?

El melonar ha dado muchos frutos desde la crisis del 2008. Hemos visto a un Trump presidiendo los Estados Unidos, que provocaba bochorno y vergüenza ajena, pero ojalá sólo hubiera provocado eso, porque nos ha dejado un panorama feísimo. Del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte mejor no hablar, porque el Brexit ha sido la melonada más gorda de su historia reciente y su colección de líderes políticos da para vender melones a destajo. Hay melones horribles y amargos, como Putin, que van dejando un rastro de podredumbre en todo aquello que tocan.

En Europa, que presumía de ser el paraíso de la democracia liberal, asoma no ya las orejas, sino enterito hasta el torso, el lobo feroz de un populismo nacionalista que no sabemos muy bien cómo nombrar. Unos prefieren hablar de extrema derecha; otros, de ultraderecha; los de más allá, incluso de fascismo, palabra desgastada por el (mal) uso que se hace de ella. Hace nada, en Italia, el partido más votado ha sido el de los melones, que es (neo)fascista con todas las letras, de manual, de pe a pa, ¡hasta comparte insignia con el Movimiento Social Italiano!

Muchos acusan del problema a las izquierdas. Alguna razón tienen, cuando las izquierdas han abandonado su política de toda la vida y se dedican a jugar con identidades cada vez más restringidas y a decir tonterías en voz alta. Sobran los ejemplos. Mientras tanto, se comen con patatas y mucho gusto algunas ideas neoliberales y renuncian a la defensa del Estado del Bienestar, su mayor logro histórico. Mientras las diferencias entre ricos y pobres son cada vez más acusadas, los que menos tienen están cada vez más desamparados.

Pero ¡ojo! Que las derechas, desde las más conservadoras hasta las liberales, incluso las neoliberales, han abonado el melonar haciendo el melón, sumándose al populismo, al nacionalismo, normalizando mensajes peligrosos y asociándose con los melones, a los que, para disimular, otorgan una posición en el centro-derecha, hay que joderse. Esas alianzas entre melones no hacen más que disfrazar al lobo de abuelita, e incrementan las probabilidades de que Caperucita Roja acabe mal, porque, ay, no hay leñador en este cuento. Recuerden que el fascismo, el de libro, el de verdad, no es más que un nacionalismo desatado, un míster Hyde que se disfraza siempre de doctor Jekyll para no dar el miedo que debería darnos.

No hay que irse muy lejos, que tenemos los melones en casa. Cataluña, ese país que consiste en Barcelona y sus alrededores, se ha convertido en un esperpento y un vodevil. Mejor dicho, en un melón-drama. El famoso «Procés» no es más que un enorme melón que ha salido malo, después de cultivarlo con esmero los últimos cuarenta años. Nos ha salido muy caro.

Hemos tenido melones al mando que pública y notoriamente han lanzado proclamas de extrema derecha, étnicas, xenófobas, clasistas y sexistas, o han mostrado admiración por melones como los hermanos Badia y compañía, otros fascistas de manual. Ese comportamiento tolerado, incluso abonado por tantos, ha desatado a una minoría exaltada. Es ya imposible afirmar que no existe la ultraderecha catalanista y nos ha hecho ver con estos ojos que la sociedad catalana cuenta con un abundante número de melones.

La degradación de las instituciones ha sido tremebunda. La oposición ha estado a la altura apenas en un par de ocasiones, pero también ha hecho el melón tolerando cosas intolerables. Mientras, por poner un solo ejemplo, más de 400.000 niños están en riesgo de pobreza en Cataluña, una situación que se ha vuelto crónica, según un reciente informe de UNICEF. Etcétera, un largo etcétera.

No ayuda que parte de la presunta izquierda, como ya hemos dicho, haga el melón y tenga la idea de arrimarse al melonar de míster Hyde. No ayuda nada.