En algunas grandes empresas, los empleados de primer nivel, los que pertenecen a eso que se conoce como la alta dirección, tienden a referirse al jefe supremo como el “presidente”. Es una forma más pelotilla que cariñosa de apelar a la máxima autoridad corporativa en la seguridad de que la adulación que supone institucionalizarle, equipararle de alguna forma al presidente del Gobierno, le hará feliz.
Es como si estos hombres no tuvieran bastante con presidir, controlar y mandar tanto en la empresa entera como en el consejo de administración; y tampoco con presidir y torear a su antojo la junta general de accionistas.
Familiarizado con ese jaboneo capitalista, me sorprendió oír el otro día a una vicepresidenta de Òmnium Cultural referirse al líder de la entidad como “el presidente Antich”. La primera vez que Mònica Terribas lo hizo tuve que pararme a pensar a quién se refería porque lo hacía con la misma naturalidad que si hubiera dicho “presidente Aragonès” y con idéntica devoción a si hubiera mentado a Carles Puigdemont.
Creo que era una forma de subrayar la importancia del personaje porque hablaba de los silbidos que unos cuantos independentistas le habían dedicado a Carme Forcadell y al propio Xavier Antich en el Arco del Triunfo durante el recordatorio del 1-O. Quería institucionalizarle, como hacen los directivos aduladores con el jefazo. Trataba de subrayar su importancia y, en consecuencia, la barbaridad que habían cometido quienes le abuchearon.
Es curioso que en una época en que las instituciones –desde la jefatura del Estado a la justicia, pasando por la iglesia y cualquier organismo que huela a oficial-- son pasto de todo tipo de desprecios y vejaciones, personas comprensivas con esa normalización democrática, se empeñen en subir al mismo pedestal a otros personajes y entidades.
No solo la activista Terribas está en ese trajín, aunque bien es verdad que su caso probablemente se enmarca en el objetivo de sustituir la legitimidad de los organismos elegidos con el voto de los ciudadanos por otra encarnada en socios de clubes supuestamente representativos de la sociedad civil, como la propia Òmnium, la ANC o el Consell per la República.
El mundo que gira en torno a Podemos también se ha aficionado a la disimulada búsqueda de abolengo. Desde que están al frente del Ayuntamiento de Barcelona, los concejales que mandan ya no son el equipo de gobierno del consistorio, sino “el gobierno de Barcelona”, una definición que ha conseguido calar en el lenguaje de los medios de comunicación de la ciudad, incluso entre los pocos que son críticos con la gestión de Barcelona en Comú. ¿No tiene España un gobierno? ¿Y Cataluña? Pues también Barcelona.
Resulta que quienes han sido los más antisistema del país, los enemigos de las instituciones, ahora son los más institucionales. ¿Será porque las ocupan ellos?