Con cierto retraso (varios años) sobre el horario previsto, han empezado las obras de remodelación de la Rambla, cuyo final se prevé para el 2030. Ocho años de obras son muchos años, y no estoy muy seguro de que merezca la pena la inversión de tiempo y dinero que hará falta para acometer este proyecto levemente faraónico. Nadie me ha preguntado si quiero que remocen la Rambla o no, y casi mejor, ya que no habría sabido muy bien qué decir. Por un lado, el plan de la arquitecta Itziar González (a la que ahora se vindica por fin, tras haberla dejado más sola que la una cuando la amenazaban de muerte por sus denuncias de ciertas corruptelas, aunque con la ausencia del PSC, que estaba al mando de la ciudad cuando a González le hacían la vida imposible unas fuerzas oscuras que nunca se han iluminado del todo), me parece ingenioso y bienintencionado (aunque a la asociación de Amics de la Rambla no le gusta y tiene la impresión de que los comunes acometen las obras arrastrando un poco los pies y como por obligación); por otro, me da un poco lo mismo que el célebre paseo (y cloaca máxima) de Barcelona se renueve estéticamente o se quede como está.
Aunque hace años que no paseo por la Rambla, como la mayoría de mis conciudadanos, me gusta subirla o bajarla en taxi, especialmente de noche, pues eso te permite observar a la fauna que camina desde cierta distancia y disfrutando de la protección de un vehículo. Cada vez que lo hago, pienso en la película de Martin Scorsese Taxi driver, aunque el conductor no esté tan chiflado como Robert de Niro. Hay algo cinematográfico en esos recorridos nocturnos rambla arriba y rambla abajo, es como ver una película sin argumento ni protagonistas en la que los extras han tomado el mando de la producción. Cuando concluyan las obras, podré seguir con mis travelings rambleros, siempre que utilice un taxi y no recurra al vehículo privado, que quedará excluido de la zona gracias a una de esas maniobras anti coche que tanto les gustan a los comunes en general y a Ada Colau en particular.
Se supone que las aceras laterales tendrán tres metros de anchura, pero a mí ya me está bien con las dimensiones actuales. De hecho, la Rambla es un paseo que se adecúa a tu estado mental y moral: si estás de buen humor, vas por el centro; si te has levantado con el pie izquierdo, vas por las aceras, que nunca te habían parecido estrechas hasta que te lo han dicho los comunes, que siempre saben mejor que tú lo que te conviene. Se supone que habrá tres plazas estupendas repartidas a lo largo del bulevar.
Se supone que habrá una nueva y frondosa zona al final de la Rambla, donde la estatua de Colón. No negaré que casi todo eso pinta la mar de bien, aunque no estoy seguro de llegar vivo al 2030, pero me pregunto si necesito todas esas reformas o no. Y me acabo respondiendo que no, pues nada va a cambiar lo que siempre ha sido la Rambla: un paseo relativamente canalla que desde tiempo inmemorial ha puesto en contacto a los señoritos de las zonas altas con el populacho de las bajas. Cíclicamente, se oye hablar a alguien de que la Rambla podría ser nuestro equivalente de los parisinos Champs Elysées, pero no suele hacérsele mucho caso, yo creo que, porque la Rambla nunca ha sido un lugar respetable, nunca ha pretendido serlo y no hace ninguna falta que lo sea.
La actual reforma es, me temo, un nuevo intento de adecentar un lugar al que nunca le ha sentado bien que lo adecenten. Yo diría que basta con regarlo con cierta frecuencia y con mantener una importante presencia policial. ¿Aceras más anchas? No las necesito. ¿Menos coches? No me molestaban. Insisto: no sé si llegaré vivo a 2030. En caso afirmativo, puede que aplauda con las orejas el plan de remodelación de la Rambla, y que me encuentre muy a gusto en sus nuevas plazas y zonas verdes. Pero algo me dice que las supuestas mejoras no durarán, que el viejo paseo se las apañará para recuperar su aire desordenado y canalla. No pretendo insinuar que estamos tirando el dinero con esta reforma, pero sí que tal vez deberíamos empezar a aceptar lo que es y significa la Rambla y olvidarnos de unos cambios estéticos y ecológicos que a mí solo me llevan a recordar aquel viejo refrán que afirma que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda.