Uno ya tiene una edad y cuando explica que había empleado la máquina de escribir para hacer trabajos en el colegio o rellenar formularios en la oficina, recibe a cambio miradas incrédulas. Trabajaba en un ente público, hace ya algunos años, y fui el primero en conectarme a Internet. Todavía con un módem, que hacía ruidos como "piiii… prrr… bip…" al conectarse, y que tardaba una eternidad en descargar una fotografía en baja resolución. Aquel nuevo mundo me fascinó y pedí permiso para seguir en la oficina y conectarme a la Red una vez acabada mi jornada de trabajo. Me fue concedido.

Comencé a programar, y finalmente colgué en la Red, el primer sitio web de ese ente público. Lo hice con el auxilio de la más férrea indiferencia, prácticamente oposición, de mis jefes. Su amplia visión de futuro y su envidiable capacidad de análisis no dejaron de animarme. "Eso del internet no llegará a ninguna parte", decían. "No pierdas el tiempo con tonterías". Pese a todo, el sitio web salió adelante porque no les costaba un duro y querían verme hacer el ridículo, cosa que no sucedió.

Hoy, esos jefes tan preclaros, siguen ocupando altos cargos en la administración pública, encargados, válgame Dios, de diseñar planes estratégicos y de innovación tecnológica. Por suerte para todos, se jubilarán pronto.

Unos años más tarde, nuestra sociedad del primer mundo vive digitalizada y pendiente de las telecomunicaciones como nunca antes. La Sociedad de la Información, la llaman, aunque no toda la información sea verdadera ni disponer de tanta información abra las puertas del conocimiento. El teléfono móvil, internet, las redes sociales, la televisión por cable… y lo que vendrá, porque lo nuevo hoy es obsoleto mañana y la ciencia avanza que es una barbaridad.

La consecuencia de todo ello es un lío de cables monumental. La mayoría de ustedes, lectores míos, tendrán los alrededores del televisor llenos de enchufes, aparatos que encienden o apagan lucecitas, cables, muchos cables, y conectores de toda clase y condición. Estamos cableados. Por eso pueden ver las series de moda en la televisión o conectarse a internet para leerme, para comprar compulsivamente en Amazon o AliExpress, para hacer el tonto en las redes sociales o visitar sitios pornográficos, que es lo que hace todo quisque, según rezan las estadísticas. Lo de teletrabajar, otro día.

Esta realidad se traslada a las calles y es suficiente con un paseo con la mirada atenta por Barcelona para descubrir cables, cables y más cables, cajas de conexión y qué sé yo en muchas fachadas, en cualquier parte. Lejos de dar la impresión de una cosa razonable, de una infraestructura ordenada, que es lo que debería ser, es una de las imágenes más perfectas del caos y la improvisación en que vivimos.

Los técnicos llegan y ponen la nueva caja y el cableado por donde les da la real gana. Ni se molestan en quitar viejos cables y conexiones, ¿para qué? Algunas compañías han instalado el cableado sin el permiso de la comunidad de propietarios e inmediatamente ofrecen su producto a los vecinos, normalmente una combinación de teléfono, internet y canales de televisión. Cables de cobre, fibras ópticas, cajas de plástico o metálicas son omnipresentes en cualquier fachada y la cruzan con descaro, como provocando, y hacen daño a la vista.

Es muy fácil descubrir fachadas con valor patrimonial con un lío de cables que estropea el conjunto. Delicadas fachadas modernistas bajo el inmisericorde ataque de los cables eléctricos, telefónicos e internáuticos las hay a docenas. Algunas instalaciones de cables no tienen piedad de los más bellos esgrafiados, que agujerean y atraviesan con total impunidad, se diría que a posta. A la vista de las prueba me remito: arruinar fachadas es el segundo trabajo en importancia de las empresas eléctricas y de telecomunicaciones.

Pero ¿saben lo que más duele? Duele ver tesoros arquitectónicos tan maltratados y acto seguido descubrir que aquella fachada tan bella y singular no está protegida de ninguna de las maneras por la Administración Pública. Ya he dicho aquí mismo que el Ayuntamiento de Barcelona no renueva su catálogo de edificios dignos de algún tipo de protección patrimonial desde 1987, que se dice pronto, y bajo el paraguas de este descuido se están cometiendo muchos desmanes.