A veces da la impresión de que Barcelona se convierte en un escaparate de los despropósitos. Cabe, con todo, la posibilidad nada remota de que ni siquiera en esto tenga la exclusiva y que los actos con poco sentido se produzcan en todas partes por igual. El caso es que, de repente, el pasado martes, coincidieron en la ciudad varias manifestaciones, afectadas por el mismo virus: el nacionalismo insustancial. Es decir, aquél que se basa en que hay que amar al lugar de nacimiento, aunque ese territorio te niegue el derecho a una vida digna y te obligue a emigrar “porque la tierra y el pan y la luz ya no son míos”, que escribiera León Felipe. Él se fue para evitar la cárcel y la muerte a manos de los sublevados de 1936; otros se fueron, se van, de donde nacieron para evitar el hambre. Pero viajan con el virus inoculado del nacionalismo. Una enfermedad contagiosa, que dijera Brecht.

El martes por la mañana se manifestaron algunos independentistas, con la sana intención de criticar al Govern. Se quejaban de que este país ya no les quiere a ellos, puesto que no les ofrece cargos bien remunerados, incluso les persigue si no respetan las leyes y los derechos de los demás. Eso sí, aseguraban que querían cambiar las cosas, revertir la situación y convertirse en dueños y señores de las vidas de los otros. Como intentaron sin conseguirlo en septiembre y octubre de 2017. Su proyecto es pasar de “colonizados” a colonizadores, sojuzgando, aunque no quieran, a todos los que se hallen entre “Salses y Guardamar”.

Eran pocos, pero hablaban en nombre del universo mundo, porque a los diferentes ni siquiera les reconocen el derecho a la palabra.

Ya había anochecido cuando salieron a la calle otros ciudadanos, muchos de ellos nacidos en Marruecos o descendientes de marroquíes, para celebrar que la selección de fútbol de ese país había ganado un partido. A falta de tierra, pan y luz, se daban por satisfechos con que 11 jugadores pudieran seguir dando patadas al balón en Catar, una dictadura que nada tiene que envidiar a Marruecos (y viceversa). Se manifestaban porque decían haber ganado. Y sin moverse de casa ni tener que jugar, que tiene más mérito. Los perdedores, en este caso los seguidores de la selección española, se sentían, en cambio, defraudados.

Si Ada Colau hubiera sabido que la participación de la selección española en el campeonato mundial iba a acabar en un gran chasco, es probable que hubiera permitido que se pusieran pantallas para que la gente viviera la frustración a la intemperie. Las prohibió porque, en el fondo, ella creía en Luis Enrique y sus muchachos y temía una explosión de nacionalismo españolista. Puede soportar el nacionalismo catalán, pero no otros. Y es que, en realidad, del fútbol (como del cerdo), todo se aprovecha. Si se gana para sacar pecho y si se pierde para sacar el colmillo o hacerse la víctima, cosa que también da rendimientos.

Que los representantes de la Federación Española de Fútbol eran vistos por muchos como si fueran el alma de España, de eso no cabe la menor duda. Bastaba oír las voces de los locutores de todas las emisoras. No narraban, arengaban, como si los futbolistas pudieran escucharles desde el campo. Se desgañitaban para transmitir el entusiasmo a los jugadores. Se exaltaban con las jugadas de peligro (pocas, muy pocas) ante la puerta de los marroquíes, mientras que sufrían lo indecible cuando el riesgo se daba ante el portal contrario.

En el césped estaba el honor de España, que no debía ser mancillado por el enemigo. Nada de rivales: enemigos. Por eso los futbolistas dicen tan frecuentemente esa idiotez de que van a salir al campo “a muerte”. Se supone que la propia, aunque lo más probable es que ni siquiera hayan pensado lo que eso significa.

Hace ya mucho tiempo que el nacionalismo domina las crónicas deportivas, seguramente reflejo de lo que piden los aficionados y lectores de esas piezas. Lo malo es que esa visión del mundo como una perpetua confrontación se ha ido extendiendo a otros ámbitos. Por eso Colau prohibió que se instalasen pantallas: porque para ella los aficionados “españoles” eran enemigos a los que no hay que dar ni la ocasión de beber agua. Mucho menos de celebrar nada. La política copia esas pautas e incluso, a veces, las supera. Ahí está Núñez Feijóo diciendo que no piensa jugar con las reglas presentes si no puede tener comprado al árbitro (léase los jueces). Porque, en realidad, del mismo modo que los independentistas catalanes creen que sólo ellos representan a la verdadera Cataluña; del mismo modo que Ada Colau cree que solo ella encarna el sentir de Barcelona, la derecha española y españolista sostiene que ellos son la verdadera España.

Gentes que quieren tanto a su tierra, que no desean compartirla con nadie. Y menos aún desean compartir el pan y la luz. Tampoco, por seguir con León Felipe, la palabra.