Barcelona es una de las pocas ciudades del mundo en que los VTC (Vehículos de Transporte con Conductor) están mal vistos por las autoridades y se enfrentan a una actitud permanentemente hostil del sector del taxi. Uno creía, en su inocencia, que VTC y taxis podían convivir de manera civilizada en cualquier parte, pero parece que es no es así en nuestra querida ciudad, donde una empresa, Elite Taxi, comandada por un señor con muy poca correa que atiende por Tito Álvarez, dedica muchos esfuerzos a entorpecer el trabajo de la competencia y, en definitiva, a impedir que el ciudadano se mueva por la ciudad en el tipo de transporte que más le apetezca. Yo, los líos que se producen en Barcelona en torno a Uber o Cabify no los he visto en ningún otro sitio. Hoy hay prevista una concentración de las huestes del amigo Tito en la estación de Sants y hace unos pocos días se produjo una tangana en el mismo sitio entre el señor Álvarez y un conductor de VTC al que se le calentó la boca ante la actitud prepotente del líder de Elite Taxi y se produjeron gritos, empujones y mal rollo a granel.
El ayuntamiento, que debería poner orden en esta guerra absurda, suele ponerse de perfil o, directamente, tomar partido por los taxistas. Lo hace con una excusa supuestamente progresista según la cual las empresas de VTC adoptan medidas casi esclavistas con sus empleados, como si éstos fueran riders de Glovo, que eso sí clama al cielo, pero me temo que detrás de tanto progresismo se esconde, y no muy bien, el temor al cirio que pueden montar los taxistas de Barcelona, sobre todo los comandados por el señor Álvarez, si no se atienden sus reclamaciones, que se sitúan siempre en la banda alta de la reivindicación.
El fondo de la bronca, como casi siempre, es el dinero que temen perder los taxistas con la competencia de los VTC, una competencia, insisto, que en el resto de Occidente se ha resuelto de manera razonable, mientras aquí seguimos instalados en la bronca permanente (Tito Álvarez, junto a media docena de los suyos, estuvo a punto el otro día de llegar a las manos con un conductor de VTC, colectivo al que los de Elite Taxi pretenden que se pase a su bando, cosa que no sucede con la necesaria eficacia, y digo yo que por algo será.
Las pocas veces que he subido a un coche de Uber o Cabify me he encontrado siempre con un señor de traje y corbata, agradablemente silencioso, que no tenía el menor aspecto de explotado (nada que ver con esos trabajadores de Glovo en bicicleta o patinete a los que llamamos riders porque suena mejor que esclavos). El ayuntamiento, azuzado por los taxistas del gran Tito, le ha puesto a los VTC todas las pegas del mundo y más, llegando a imponer unas medidas que parecen dedicadas principalmente a entorpecer su labor (lo de las medidas mínimas de un VTC eran de traca). Y el principal damnificado de todo este cirio es, como de costumbre, el usuario, que nunca sabe si subirse a un Uber le conducirá a un conato de linchamiento por parte de los taxistas.
Me consta que el trabajo de taxista requiere muchas horas de dedicación y entiendo que sus profesionales sientan cierta prevención ante la aparición de una competencia cuyos coches suelen ser más cómodos que los suyos, huelen mejor y sus conductores no hablan más de la cuenta. Los taxistas de Barcelona se resisten a compartir sus ganancias con los VTC y yo lo respeto porque es una actitud inevitablemente humana: a nadie le gusta perder su condición de monopolio. Pero creo que el ayuntamiento está obligado a conseguir que el taxi y los VTC hagan las paces y coexistan pacíficamente en las calles de nuestra ciudad, especializadas últimamente en hacerle la vida imposible al tráfico rodado con esas medidas que vacían calles de coches que acaban concentrados y contribuyendo a los atascos en otras. A tenor de cómo suelen desarrollarse las protestas de los taxistas, es hasta cierto punto normal que los comunes les tengan cierta prevención (o, directamente, miedo): nadie como ellos para impedir el tráfico por la ciudad, como demostraron hace un tiempo durante aquellos días que tomaron al asalto la Gran Vía y la convirtieron en un inmenso merendero al aire libre en el que hasta hubo quien se trajo una piscinita de plástico para entretener a sus hijos.
Pero en esta tangana entre el taxi y los VTC se está pasando olímpicamente de los derechos del ciudadano a la hora de moverse en coche por su ciudad. Puede que los grandes directivos de los VTC sean unos capitalistas infames, pero tampoco parece que los líderes del taxi sean precisamente un colectivo angelical. Habría que estudiar la convivencia de taxis y VTC en ciudades donde ésta existe sin especiales problemas (las principales urbes norteamericanas, por ejemplo). Y poner coto al matonismo de gente como Tito Álvarez, que no quiere compartir sus ingresos con nadie. Si esa convivencia es posible en otras ciudades, ¿por qué no puede tener lugar en Barcelona?