¡Uf! Al fin terminaron las fiestas navideñas supuestamente asociadas a cuestiones religiosas pero que, en realidad, son un desmadre consumista. La gente se abalanza sobre cuantos bienes reales o aparentes encuentra a su alcance y aun sobre algunos que le suponen el endeudamiento. Como si no hubiera un mañana. Aunque lo hay y el vencimiento de las tarjetas de crédito llega inexorablemente. Pero, claro: allá cada cual con su cada cuala. Después de todo, son comportamientos que forman parte de las vidas privadas de la ciudadanía. Otra cosa es la incidencia que este desafuero tiene en la vida pública. Por ejemplo, en el tráfico. Durante dos semanas, moverse por Barcelona (probablemente también ocurra en otras ciudades) es un suplicio porque, aunque el mensaje navideño sea de buena voluntad hacia los demás, lo que acaba disparándose es el egoísmo del sálvese quien pueda. El resultado, como cada año, es que la indisciplina viaria se multiplica hasta el paroxismo, sin que se perciba apenas voluntad de las autoridades por ponerle coto.
Hasta Reyes, resultaba muy difícil caminar por las aceras, ocupadas por un sinfín de furgonetas de reparto, que se añadían a las tradicionales motos, bicicletas y patinetes. Es muy probable que sus conductores necesiten repartir más y más productos porque perciben una miseria por cada entrega y ante la falta de espacios de carga y descarga, opten por lo más sencillo: plantarse en la misma puerta donde deba efectuarse. Si la calle es ancha y dispone de carril para autobuses, la solución más simple es utilizarlo. Ya lo hacen habitual e impunemente, pero entre el 20 de diciembre y el 6 de enero, este tipo de indisciplina se convierte en universal.
Es probable que algún consistorio futuro (éste no parece interesado en el asunto) se plantee algún día cómo compatibilizar las necesidades de la nueva economía con los viejos peatones y usuarios del transporte público. Cabe incluso que ese futuro consistorio se dé por enterado de que convertir todos los bajos en actividad económica multiplica el tráfico comercial al que, de un modo u otro, se le deba posibilitar paradas de duración variable. Que asuma también que la proliferación de entregas a domicilio no es posible si no se multiplican los espacios para carga y descarga.
De momento, la solución es tolerar la indisciplina con consecuencias nefastas para quienes no utilizan el vehículo privado. Con ello, la velocidad media de los autobuses se reduce hasta límites que serían insoportables para la empresa que los explota si no fuera porque cualquier déficit que tenga acaba siendo cubierto por el erario público. Y se reduce también el número de peatones. Porque es difícil moverse entre vehículos mal aparcados que apenas dejan espacio entre ellos y las paredes de los edificios. Casi imposible recorrer cien metros lisos en silla de ruedas o con carrito de la compra o de niño, pero también para los peatones sin esos aparejos resulta difícil simplemente andar por las aceras. Y difícil es también cruzar por un paso de peatones, convertidos en aparcamientos de urgencia.
La próximas navidades habrá un nuevo consistorio. Teniendo en cuenta que algunos de los candidatos a la alcaldía son ciudadanos ampliamente instalados en la tercera y casi la cuarta edad, es de suponer que, ganen o no, serán sensibles a mejorar las condiciones de vida de sus coetáneos y promoverán medidas para repartir el escaso espacio de la ciudad de modo que las furgonetas puedan hacer los repartos sin invadir las aceras ni los carriles de los autobuses. Aunque, claro, alguno de ellos lleva tanto tiempo moviéndose en coche oficial con licencia para pararse donde le plazca, que igual se ha olvidado de que hay gente que va a pie o en autobús de un punto a otro.
La confianza en que puede haber una vida mejor aconseja pensar que este año será menos malo que el pasado y que las próximas navidades, aunque no todo se haya solucionado, al menos se verá una cierta voluntad de hacerlo. Pero la esperanza, a veces, entra en abierta contradicción con la experiencia.
Vale la pena recordar una reciente sentencia de Josep Anton Acebillo: “Si no se puede arreglar lo que está mal, ¿para qué votar?”. Los candidatos tienen hasta mayo para explicarlo.