Corría la mitad del siglo XIX cuando Barcelona decidió liberarse de las murallas que la condenaban a las epidemias de cólera y el hacinamiento. Nació la idea de un Ensanche. La burguesía contemplaba el Llano de Barcelona con avidez, soñando con la especulación inmobiliaria. Ya había hecho fortuna con el tráfico de esclavos y sus empresas textiles se beneficiaban de una agresiva política proteccionista española. El Llano de Barcelona todo un caramelo.
Madoz, ministro de Hacienda, progresista, que había sido diputado por Lérida y gobernador civil de Barcelona, inició los trámites para un Ensanche de Barcelona. En 1855, un ingeniero civil del Ministerio de Fomento, don Ildefonso Cerdà, comenzó a topografiar el terreno y en 1859 recibió la orden de redactar un plan urbanístico para el Ensanche.
Los burgueses catalanes miraban hacia el París de Napoleón III. Querían una Barcelona al estilo de Haussmann, con grandes bulevares y casas señoriales. Sueños de nuevo rico. Nadie se preocupó por los barrios humildes de París arrasados por las piquetas de Haussmann. Les dolió el plan del Ensanche de Cerdá, que pretendía la convivencia de todas las clases sociales en un mismo espacio higiénico y progresista.
La burguesía se las ingenió para que el Ayuntamiento de Barcelona organizara un concurso para un proyecto de Ensanche propio. Lo ganó el proyecto del arquitecto don Antonio Rovira y Trias, pero no pudo ser.
No tenía la calidad del plan Cerdá, que partía de un profundo conocimiento estadístico de la situación económica y social de Barcelona (Cerdá publicó su «Monografía de la clase obrera» en 1856) y de un bagaje técnico y humanístico que le permitió escribir, en 1867, su «Teoría General de la Urbanización», uno de las obras sobre urbanismo más importantes desde entonces hasta ahora. Su proyecto era, simplemente, genial y profundamente sensato. Se aprobó el 9 de junio de 1859.
Hubo entonces agrias disputas entre el Ayuntamiento y el Gobierno de España. Gran parte del problema era que Cerdà había diseñado un sistema de compensación por terrenos expropiados que dificultaba la especulación urbanística.
El 8 de julio de 1860, el ministerio ordenó la ejecución del Plan Cerdà. La burguesía catalana nunca perdonó a don Ildefonso ese plan del Ensanche. Lo condenaron al ostracismo, se burlaban de él a la menor oportunidad. Don Ildefonso se convirtió en un «vendido a Madrid» y dejó de ser un «verdadero catalán», estupideces que les deben de sonar de algo, supongo. Mientras tanto, supieron meter mano al plan original y desvirtuarlo a conveniencia.
Las primeras manzanas de edificios sólo debían edificarse en dos de sus cuatro lados. Consiguieron que se edificaran los cuatro lados, como también consiguieron que se incrementara el número de plantas permisible por edificio. El Plan Cerdá original tenía más zonas verdes de las que tiene hoy Barcelona, muchas más. La plaza de les Glòries tenía que ser el centro de la ciudad, pero los burgueses se las apañaron para que lo fuera la plaza Catalunya. Etcétera.
Con todo, el Ensanche resistió y ha marcado profundamente a la ciudad de Barcelona. Sin duda, ha contribuido a su particular idiosincrasia. Barcelona sin el Ensanche no hubiera podido ser la ciudad moderna, abierta y cosmopolita que llegó a ser. Por eso resultan grotescos tantos y tan grandes esfuerzos para cargarse la obra de don Ildefonso desde 1860 hasta hoy mismo.
Dos grandes obras del modernismo catalán desafían abiertamente el Plan Cerdà. El Hospital de la Santa Creu i Sant Pau ocupa el equivalente a nueve manzanas del Ensanche, pero Domènech i Muntaner cambió la orientación cuadrícula ortogonal de Cerdà a propósito, lanzando un «desafío» «a Madrid». El megalomaníaco proyecto de la Sagrada Família de Gaudí también arremete contra el Ensanche, con una escalinata monumental que toma al asalto y corta la calle Mallorca para arrasar dos manzanas de casas hasta la calle Aragó y formar una esplanada que Cerdá nunca antes había previsto.
Durante el franquismo y la Transición, las esquinas de Núñez y Navarro sustituyeron a los edificios pensados para el Ensanche y las zarpas de Porcioles hicieron el resto. El destrozo urbanístico fue de aúpa. Aunque tuvimos una Barcelona olímpica, el pujolismo impidió convertir Barcelona en una metrópolis, el paso natural hacia delante que reclamaba la Barcelona que había ideado Cerdá. Y ahora, lamentablemente, comprobamos que el gobierno municipal nunca ha comprendido ni el significado ni la filosofía ni el alcance del Ensanche. El sólo hecho de creer que convertir un chaflán del Ensanche en una esquina con ángulo recto es progreso es una solemne estupidez. Y no se acaba ahí la cosa.