A propósito de un caso de neurosis obsesiva, Sigmund Freud escribió su ensayo El hombre de las ratas (1909). Como es habitual en su obra, el padre del psicoanálisis busca el origen de la patología en la sexualidad infantil y descubre en ella el germen del trastorno obsesivo. Viene al caso su relectura porque en la jaula de las locas obsesivas de Madrid, llamada ministerio de derechos sociales, su titular Ione Belarra, secretaria general de Podemos, ha parido una ley que castiga matar a una rata con igual o mayor pena que lesionar a una persona. Con más agravantes que atenuantes, como gusta a las nuevas adoratrices de Stalin, las jefas de Ada Colau en la capital donde se corta el bacalao se han propuesto pasar a la historia de las mamíferas descerebradas mediante una revolución de las ratas.

Así se entiende ahora por qué Colau, su bufón Eloi Badia y el expresidente de la asociación de vecinos de Sant Andreu, Santi Serra, se han dedicado a esparcir basuras puerta a puerta para alimentar y engordar a una especie roedora que, ya en 2005, era la reina de la fauna de Barcelona. Hasta el punto que el cronista Joan de Sagarra narró que lo primero que vio al volver de un viaje y llegar a su casa del Eixample señorial fue: “una rata muerta, atropellada, reventada por la rueda de un vehículo… Justo al lado del tobogán y de los columpios donde juegan los niños y que son un buen refugio para la ratas.” Y el escritor y enigmista, Màrius Serra, las comparaba y sumaba a los okupas, otra especie cada vez más protegida.

Según Freud, los trastornos obsesivos se deben a patologías de la sexualidad infantil. Lenin también escribió sobre La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo. (1920). Y la exalcaldesa de Madrid feminista de izquierdas, Manuela Carmena, declaró hace poco: “No corregir la ley del sí es sí es soberbia infantil”. Infantiloides e iletradas como son, ignoran la existencia de La Ratesa (1986), del premio Nobel Gunter Grass, con aquella rata que profetiza el fin de la especie humana y las ratas serán las únicas supervivientes tras la hecatombe atómica. Ni idea tampoco de Las ratas (1962) de Miguel Delibes, escritor y cazador que ahora sería un asesino en serie como su novelesco Tío Ratero, que mataba ratas para poder comer.

Como la cuna del hombre se mece con cuentos, según versificó León Felipe, las niñas empoderadas de ahora y del mañana no pueden ser menos. Así, entre sus lecturas ejemplares no habrá El ratoncito Pérez, El ratón de campo y el ratón de ciudad, El flautista de Hamelín, La ratita que barría la escalerita… Todas inapropiadas para mamás podemitas y papás pijoprogres reeducados en masculinidades. Debidamente prohibida será la nana Rata de dos patas, que canta Paquita la del Barrio, por estar plagada de injurias y calumnias contra las ratas. En cuanto a adoctrinadores y lavadoras de cerebros infantiles, tengan cuidado, porque según las encuestas electorales de una Barcelona con miles de personas y rateros más pobres que las ratas, éstas serán las primeras en abandonar el barco. Especialmente el de la capitana araña que las embarcó y ella se queda en tierra. Aunque siempre le podrán cantar, como a La Ratita Presumida: “Adita, Adita, a dónde vas tú tan bonita, a la acera, verdadera, pim, pom, fuera”.