El Ayuntamiento de Barcelona no tiene, por lo que se ve y se oye, problemas económicos, de modo que ha decidido destinar 24 millones de euros a fomentar el uso del catalán entre la ciudadanía. Parte de la base de que el idioma es un atributo del territorio y no de las personas que lo habitan. Una de esas falacias de los nacionalismos de todo tipo. Desde el españolista, que pretende que sólo se debe usar el castellano, hasta los catalanistas, que se creen con derecho a exigir que todo el mundo utilice el catalán, incluso en delimitaciones administrativas en las que la ley reconoce la existencia de más de un idioma, como es el caso de Barcelona en particular y de Cataluña, en general.
Por hacer un poquito de demagogia: con ese dinero se podrían adquirir, por lo bajo, un centenar de viviendas para personas sin hogar y reducir así la distancia entre las prometidas en campaña electoral y las realmente aportadas al final del mandato. Pero el consistorio está convencido de que el uso de un determinado idioma es mucho más importante que tener un techo. Una forma como otra cualquiera de entender la vida.
El equipo de Ada Colau justifica esta medida en diversas encuestas que señalan que los barceloneses utilizan menos el catalán que hace unos años. La última disponible es la municipal sobre los jóvenes, que señala el retroceso del uso de la lengua catalana desde 2015. Suponiendo que las encuestas acierten, alguien debería plantearse qué falla en un sistema educativo que utiliza el catalán de forma preferente, pero no logra que la ciudadanía lo utilice. Se supone que todos los estudiantes terminan dominando el idioma, pese a lo cual optan por otra lengua. ¿Por qué?
En los años sesenta y setenta, las personas nacidas en otras partes de España que se instalaban en Barcelona procuraban aprender el catalán voluntariamente. Era una lengua de prestigio y un instrumento de integración social. Luego llegaron los polvos y los lodos (todo a la vez) del secesionismo, basado en buena parte en el odio a todo lo que sonara a más allá del Ebro. En el resto de España sólo había ladrones, vagos e imperialistas. Colonos. También el idioma del resto de los españoles (y materno para muchos catalanes) era despreciado y calificado como instrumento de dominación colonialista. En el momento en el que hablar catalán se convirtió en un elemento similar al lazo amarillo, el castellano pasó a funcionar en sentido inverso. Los secesionistas quisieron segregar y se vieron segregados ellos mismos. Al mismo tiempo, un sector de la población se rebeló frente a la imposición, confirmando aquel refrán que dice que se atrapan más moscas con miel que con vinagre.
Ahora el Ayuntamiento de Barcelona se suma a los avinagrados. Aunque el concejal Jordi Martí insiste en que no se quiere sancionar, se abre la puerta a las sanciones que tanto gustan a los inquisidores subvencionados.
Es curiosa la tendencia del nacionalismo identitario (español y catalán) a encender la mecha del encono a través de un asunto emocional como el idioma de uso. Se diría que unos y otros prefieren el enfrentamiento a la conllevancia; la imposición a la seducción. Y que ambos se empecinan en no darse cuenta de que hablar dos idiomas es mucho mejor que hablar uno solo.
Ahora el consistorio se propone cambiar las cosas con la celebración del día de la lengua de Barcelona. Una idiotez semejante a la que dio lugar al home dels nassos. Originalmente era una broma que los mayores gastaban a los críos: “En la calle hay un hombre que tiene tantas narices como días tiene el año”, les decían el 31 de diciembre, cuando al año sólo le quedaba un día. Ahora este mismo consistorio que propone el día de la lengua apoya la salida de un tipo con 365 narices dibujadas en sus ropas. Se empieza por querer ser monolingüe y se acaba no entendiendo bien ningún idioma y celebrando días de la lengua y de las narices. Es lo que da disponer de 24 millones sin saber en qué emplearlos. Pero no hay que preocuparse, seguro que los aprovechan los especialistas en lamer al poder lo que haga falta.