Si tuviéramos que encontrar una causa que abarcara el desastre social en el que andamos inmersos, esta no sería otra que nuestra incapacidad por cambiar las cosas. Hay sociedades en las que cambiar determinados preceptos de la Constitución para adaptarla a la realidad social no supone más que un trámite administrativo, sin más. Nosotros no. Nos cuesta tanto cambiar las cosas que estamos inmersos en un inmovilismo que nos impide avanzar, y nos conduce de manera permanente a un desastre social continuado. Habrá que decir, porque habrá que decirlo, que somos una sociedad con miedo.
Quizá sea este el principal problema al que tengamos que hacer frente. Es verdaderamente dramático. Llevamos demasiados años transformando nuestra realidad, no con base en aquello que nos conviene mediante una adecuada planificación, sino más bien respondiendo a intereses partidistas y a golpe de titular con el único objetivo de que no cambie nada, porque así interesa a algunos. Tratar a la gente de imbécil no la hace imbécil, y el principio de la desconexión social con la política se ha hecho exponencial.
En una sociedad donde su mayoría piense que los que lideran son el mal a combatir, ¿qué futuro cabe esperar? La desconfianza de los barceloneses con los políticos ha alcanzado cotas nunca vistas: el 80% de los barceloneses ha dejado de creer en los políticos y más del 51% prefiere un gestor antes que un político para liderar las políticas municipales, según datos de la encuesta CELESTE-TEL, publicada en febrero de 2023.
La inquebrantable Barcelona no se ha edificado desde la cobardía, sino desde el coraje, la iniciativa y la fortaleza. Pero, sobre todo, si hay un sobre todo, ese se llama ilusión. Este es el verdadero motor de los barceloneses.
La solución pasa por volver a reconectar con aquello que sí sabemos que nos funciona y se denomina activismo empresarial. Somos una ciudad basada en la emprendeduría, en los grandes proyectos, en la investigación, en la interacción con otras economías y en la innovación en muchos sectores. Nuestro talento es único y singular, y es el de generar con mucho esfuerzo un hábitat empresarial que dote de recursos desde el comerciante hasta el empresario. Somos, en definitiva, pymes y autónomos; un colectivo que hoy anda triturado por cuestiones ideológicas. Por eso vivimos en el desastre. Mientras no le devolvamos toda la potencia a aquello que nos hizo fuertes, estaremos predestinados a seguir en una contradicción de pobreza y desigualdad.
Dejemos de lado los caminos que ya hemos transitado y que ya hemos visto hasta donde nos conducen. Seamos prácticos y funcionales: aspirar a que nuestro Ayuntamiento utilice exactamente los mismos principios que se emplean para construir nuestro tejido productivo: austeridad, eficiencia y justicia social. Estos son la base de un buen gobierno, y el buen gobierno vive de una buena administración, lo que solo tiene un nombre: gestión.
Barcelona debe salir de los principios ideológicos y merece ser gestionada por grandes profesionales del mundo real. Qué importante es poderle decir desde el liderazgo público que lo que te pasa a ti me pasa a mí; es el principio de la identidad representativa. Esta sí es la verdadera naturaleza del cambio, todo lo demás es pura cháchara barata.