El bochornoso espectáculo que se produjo el sábado pasado en las dos instituciones políticas más importantes de Barcelona, su ayuntamiento y la sede de la Generalitat, no debería pasar al olvido como ha sucedido con tantos otros acontecimientos lamentables de los últimos años en Cataluña. Es un retrato tan descarnado como real del país en que vivimos.

Que dos políticos de la dilatada trayectoria de Xavier Trias y Ernest Maragall reaccionaran como niños maleducados por un revés y faltaran el respeto a la institución a la que dicen servir y a todos los ciudadanos, y que el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, se sumara a la opereta menospreciando al nuevo alcalde de la ciudad no tiene nombre. Además de irrespetuosos, mostraron una inmadurez inaudita en profesionales que han vivido decenas de años del presupuesto de esas mismas instituciones.

¿Cómo habían descartado la reacción de los demás grupos municipales después de hacer gala del acuerdo entre JxCat y ERC y de explicar incluso cuál sería el reparto de cargos? Es increíble que ignorasen la posibilidad de una mayoría que los desplazara cuando, además, no sumaban más que 16 concejales, cinco por debajo de la mayoría absoluta.

Como dice una amiga, un fallo de ese calibre es propio de quien no ha superado el nivel P3 de política, de quien vive en un mundo imaginario; de no tener ni idea de lo que lleva entre manos, vaya. Y añadiría que es propio de señoritos que miran a los demás por encima del hombro, que se creen con derechos de los que otros no disfrutan porque ellos son de primera clase.

Pero esa es precisamente una de las claves de lo que ha ocurrido en Barcelona. Buena parte de los señores de la ciudad dieron crédito al alejamiento de Trias de las estridencias independentistas, y le votaron. En la misma noche electoral pudieron verle rodeado de nuevo de Laura Borràs, Jordi Turull y compañía; o sea, que de lo dicho, nada. A los pocos días, en lugar de pactar con quien debía y al precio que tocaba (con Jaume Collboni, repartiéndose la alcaldía) se echó en brazos del Tete, y lo contó ufano. El sábado pasado, lloraba; los dos octogenarios lloraban como niños maleducados que aún no saben qué ha ocurrido.