Margaretta, edad indeterminada. Vive (es un decir) en la avenida del Carrilet, en L’Hospitalet. En un descampado que hace también de vertedero. Lo comparte con una muchacha que responde al nombre de María. Tiene 21 años y un hijo, Amadeo, de 4. También está Mario, sin edad precisa. Todos ellos proceden de Rumanía. Ninguno tiene trabajo. Sobreviven gracias a la Cruz Roja. La imagen, en color y con dolor, la firma Cèlia Atset y es una más de las muchas que sirven para rendir homenaje a quien ha sido uno de los más sensibles fotógrafos de prensa en Barcelona: Joan Guerrero.
Casi toda la profesión (más de sesenta fotógrafos) participa, porque Joan es uno de esos tipos que se hace querer. Como los niños. Y como ellos, va por la vida con una sonrisa perpetuamente empática. Y con una cámara que fija lo que antes han visto sus ojos. Alguien ha dicho que es una especie de Miguel Hernández de la fotografía y algo hay de eso, porque sus imágenes son, con frecuencia, poemas, gritos, desgarros.
Nació en 1940 en Tarifa y pronto viajó a una Barcelona que lo acogió con la misma dureza que a tantos otros andaluces que huían de una tierra que tampoco les quería. Trabajó de lo que pudo, hasta que dio en vivir de la fotografía. Modestamente, en una casita en Santa Coloma de Gramenet desde la que se ve casi toda Barcelona y en la que, de noche, los jazmines desprenden su aroma para que lo disfruten sus amigos cuando lo visitan.
En la exposición hay una obra suya. Dice él que es su fotografía más querida. La hizo en el año 2000, en El Salvador. “Cerca del lugar donde habían asesinado al obispo Romero. Vi un grupo de gente sencilla alrededor de un altar improvisado, que entre cantos y violines se daban la mano. Hubo un momento de silencio cuando descubrí al viejo guanaco. Allí estaba esperándome. Él con su mirada agonizante mirando hacia sus adentros sin ver su mirada”. Tomó la imagen y supo que era la fotografía de su vida, porque reflejaba “la grandeza y la dignidad que tanto busqué”.
Esa dignidad, expuesta en el patio de la España Industrial, al aire libre, la comparte Barcelona con el mundo. De ahí que, junto a la toma de Atset en l’Hospitalet pueda verse también la que refleja la aportación de Vanessa Casteleiro: una mujer, de espaldas, arrastrando un carrito por la zona de chabolas ubicada en la periferia de A Coruña.
Pero también incluso en medio de las penurias aparece la sonrisa. La refleja bien una niña de Ciutat Meridiana que juega en la calle tras el confinamiento. Tiene menos de seis años y la vida por delante y muchas ganas de vivir cada momento. Ese instante de repentina felicidad, tal vez efémera, lo ha captado Laura Guerrero, hija de Joan y también fotógrafa.
En cierto sentido, todas esas imágenes enlazan con la de Agustí Carbonell, tomada en 1979, en el barrio barcelonés de La Perona. Era el momento en el que la Barcelona nueva, aún preolímpica pero ya asomada a la democracia, intentaba lavarse la cara, a veces desplazando familias. Un niño mira a la cámara, plantado en un descampado que hasta ese momento había sido su espacio de juegos.
Algunos de los que allí vivían (vuelve a ser una forma de hablar) fueron realojados por el Ayuntamiento; otros, recuerda Carbonell, tuvieron que buscarse la vida. Y apostilla: “En 40 años no han cambiado mucho las políticas de la vivienda, siguen los desahucios, la gente sin hogar y con futuros inciertos”.
Pero algo hay de cierto: que la miseria sigue siendo un lugar habitado por mucha gente y que hay fotógrafos capaces de captar la sinrazón, con voluntad de cambiar las cosas. Comunidad de sentimientos, anhelos, deseos y sufrimientos. Todo eso cabe en una foto cuando es buena. Lucas Vallecillos, que aporta la imagen de mujeres recogiendo las pocas patatas olvidadas en un campo, lo recuerda como enseñanza de Joan Guerrero: “primero la persona, luego la fotografía”.
Al lado de la imagen tomada por Ángel García en la que una niña de Alepo, sola, sorbe un biberón en una comisaría de Croacia, hay otras llamativas: unas monjas protestando contra un Estado que creen injusto, el español. Quizás porque les paga el sueldo en vez de destinarlo a paliar tantos desvivires. O un grupo de siete individuos ricos y bien alimentados, con problemas de identidad. Pero, salvo excepciones, la exposición es espléndida. Entrañable: como Joan Guerrero.