Una amiga me retó a que no salía en este artículo la sínfisis del pubis. Recogí el guante y le dije que no saldría una vez, sino dos. También me preguntó si me atrevería a escribir en mi columna «vacacabuta», que es una palabra inventada, y yo le respondí que ya veríamos.

Este juego lo practiqué con relativa frecuencia los veinte años que trabajé para un ente público. Era el negro de mis superiores, que tenían serios problemas para expresar sus ideas por escrito. Yo escribía por ellos y ellos ponían la firma. Se beneficiaron de mi oficio varios directores y secretarios generales, consejeros, uno o dos ministros y hasta un comisario europeo. Cuando tocaba publicar un artículo en un periódico de tirada nacional, que firmaría el jefe, siempre venía algún compañero a retarme para que apareciera una determinada palabra: oveja, paralelepípedo, enjundioso, cosas así. Nunca perdí una apuesta.

He dicho «negro» y lo mantengo, porque no me gusta nada el anglicismo «escritor fantasma». Negro, y a mucha honra, en homenaje a los escritores que trabajaban para Alexandre Dumas. A éste lo insultaban llamándole negro porque su abuela había sido esclava en una plantación del Caribe francés, y de ahí el nombre. Digo negro a posta para honrar lo que antaño fue un insulto y dignificar un oficio en la sombra. Pero si he ofendido a alguien, le pido disculpas. Mis razones son éstas y si no le gustan, qué le vamos a hacer.

Este oficio me ha permitido reconocer la mano ajena en muchos discursos y apreciar en lo que valen muchas promesas electorales. No me doy a la bebida porque tengo otros vicios, pero el panorama se lo pueden imaginar. Un conocido se comió una campaña electoral a cara de perro y creo que todavía sufre estrés postraumático. En fin… Pero si los discursos en campaña tienen su qué, no está nada mal el intríngulis de los discursos en que el político afirma justo después que donde dije digo, digo Diego, sin mover una pestaña y tan contento.

En Sant Andreu del Palomar se quejan del famoso «porta a porta», que ha demostrado sobradamente causar más daño que beneficio. Este método de recogida de basuras lo promovieron los chicos de Colau, PSC y ERC. En campaña, los dos últimos partidos dijeron que le darían un par de vueltas al asunto, para marear la perdiz.

Los vecinos reunieron miles de firmas en contra. El Ayuntamiento de Barcelona les ha respondido con una carta de dos páginas que dice que ya existen órganos de participación ciudadana y que esas firmas no sirven de nada ni se tendrán en consideración por no sé qué artimaña legal. Yo prestaría atención a miles de firmas, no sé ustedes. Pero, además, los vecinos conocen esos «órganos de participación ciudadana». Consisten en un tipo del Ayuntamiento que pasa un PowerPoint ante el público asistente. Cuando alguien quiere objetar, el tipo del Ayuntamiento responde: «Esto es lo que hay». Fin.

Los vecinos también acudieron al síndico del Ayuntamiento. Adujeron que las bolsas de basura en la vía pública son un obstáculo imprevisto y desagradable para los invidentes y otras personas con discapacidad. El síndico ha mandado colgar letreros que aconsejan a los vecinos y a los invidentes andar con ojo, no vayan a tropezar, y ya está, «mission acomplie!». Con un par. Pueden imaginarse el contento de los vecinos.

Eso me lleva a preguntar cómo puede hacerse oír un barcelonés ante el Ayuntamiento. ¿Cómo puede defenderse de sus abusos o advertirlo de sus errores? El ejemplo del «porta a porta» es uno entre muchos. Se han derribado edificios con valor histórico o patrimonial pese a las advertencias de los vecinos; se han señalado daños en los parques y jardines, en los equipamientos públicos, en la estatuaria de la ciudad; hay servicios que no funcionan; el etcétera es un no parar.

El problema no es que pasen estas cosas. Pasan. Errar es humano y todos nos equivocamos, hasta los insignes munícipes. El problema es cómo les digo yo a mis representantes y servidores públicos lo que está pasando, cómo consigo que reaccionen digna y razonadamente, con cierta premura y no un par de años después, cuando el mal está hecho. Sí, existen «canales de comunicación», pero ¿funcionan? Si yo ahora les pregunto cuáles son, ¿podrían citarme uno, sin preguntarle al señor Google? ¿Tenemos que liarla gorda para que alguien nos escuche? Es una pregunta seria.