La biblioteca pública Gabriel García Márquez, biblioteca central del distrito de Sant Martí, ha sido premiada el pasado lunes por la Federación Internacional de Asociaciones e Instituciones Bibliotecarias (IFLA) como Mejor Biblioteca Pública del 2023. ¡Enhorabuena! Especialmente, al personal que trabaja en ésta y en las demás bibliotecas públicas de Barcelona. ¡Cómo merecen algún reconocimiento! Que se hable de ellos, y se hable bien. Que se reconozca el trabajo que hacen y se considere su importancia. Porque habitualmente tropiezan con la falta de medios y personal y se enfrentan a la desidia de las altas esferas, pero ahí los tenemos, al pie del cañón. ¡Felicidades!

Si los ciudadanos conseguimos descubrir que una biblioteca es algo más, mucho más, que un sitio donde se guardan libros, algo habremos ganado.

Nuestra biblioteca competía con una biblioteca eslovena, una australiana y una china, y sus casi 4.000 metros cuadrados han sido una sorpresa, pues tanto sus competidoras como las bibliotecas premiadas los años anteriores pasaban todas de los 10.000 metros cuadrados de superficie. Pero esos 4.000 metros cuadrados dan para mucho gracias a las filigranas de los arquitectos, que han hecho un trabajo visualmente magnífico y desde el punto de vista ambiental, muy destacable. Este trabajo ya les mereció el Premio Ciutat de Barcelona d’Arquitectura 2022. El vecindario ha acogido la nueva biblioteca con ganas: registra una media de mil usuarios al día.

El edificio, sin embargo, tiene sus cosas. El espacio diáfano que lo incluye todo implica zonas de estudio pequeñas y ruidosas. Las personas de cierta edad, que suelen ser usuarios habituales, se enfrentan a un mobiliario a veces incómodo. Etcétera. En otro orden de cosas, la biblioteca va todavía escasa de fondos (quiero decir, de libros), de personal y de presupuesto, y el estudio de radio del que presume no tiene por ahora personal para que funcione, pero suponemos que con el premio todo esto se arreglará, ¿verdad? ¿O es mucho suponer?

Quizá sea mucho suponer si echamos la vista atrás y vemos que la cultura ha sido el patito feo de los programas municipales desde hace ya demasiado tiempo. Por alguna extraña razón que alguien tendrá que explicarme bien explicada, con dibujitos, a poder ser, las inversiones de la Generalitat de Catalunya en Barcelona siempre han sido menores de las deseables, y en el ámbito de la cultura, ni les cuento. La manía que tenía el pujolismo al cosmopolitismo cultural de la Barcelona preolímpica era enfermizo e hizo todo lo que pudo por sabotearlo. Lamento decir que lo consiguió.

Recordemos que entonces Barcelona era la capital editorial en lengua española en todo el mundo y que la agente Carmen Balcells, el mundillo editorial barcelonés y autores como García Márquez (el de la biblioteca), Vargas Llosa, Cortázar, Donoso y tantos otros hicieron posible el boom latinoamericano precisamente en Barcelona. ¿Sería posible hoy algo parecido en Barcelona? Sírvanse la respuesta ustedes mismos.

Cuando por fin los convergentes se hicieron con el Ayuntamiento y el señor Trias pasó a ser alcalde, la cultura pasó a ser Coros y Danzas del Estado. Ya saben: bailes regionales y cosas de pueblo, perquè hem de fer poble, decían. Luego vino la señora Colau y la cultura… Ay, la cultura… Lo mismo, pero con batucadas. Lo de ahora, ya veremos, con mucho escepticismo.

Ojo, porque la gente suele confundir la cultura con la industria cultural. La relación entre una cosa y la otra es íntima, pero no son una misma cosa. Dicho de forma muy básica, la editorial que publica y vende libros es industria cultural y que un autor pueda discutir sobre las ideas, las experiencias, la visión del mundo o lo que sea y que eso le lleve a escribir un libro, eso es cultura. Una buena política cultural fomenta un espíritu abierto y la germinación de ideas y novedades mediante infraestructuras como bibliotecas, teatros, centros de experimentación escénica o musical, escuelas de danza, becas para artistas y cosas por el estilo, sin olvidarnos de convertir los museos en algo más que un almacén de cosas y de defender a capa y espada una buena educación pública.

No miro a nadie, insignes munícipes, pero sepan que el dinero que va a parar a la cultura no es un gasto, sino una inversión. Una inversión que deja muy buenos dividendos. Un ambiente cultural rico y variado no sólo facilita el éxito de la industria cultural, que puede llegar a ser económicamente importante, sino que es además síntoma de una ciudad avanzada, amable y abierta. Huyan ustedes como del demonio de ciudades donde la cultura está anquilosada y no hace más que mirarse al ombligo.