En Barcelona (y en España en general), si te dedicas a según qué cosas y aspiras a algún reconocimiento de tu ciudad, lo mejor que puedes hacer es morirte. Hace un montón de años, allá por la década de los 90 del pasado siglo, me tocó ejercer de jurado en los premios Ciudad de Barcelona, sección periodismo. Siendo como soy, se me ocurrió la idea (al parecer, peregrina) de otorgarle el galardón a mi amigo Jaume Perich, que no era un periodista strictu senso, pero cuyas viñetas (una imagen vale por mil palabras, ya se sabe) aportaban un interesantísimo enfoque sobre la actualidad: si lo suyo no era periodismo gráfico, que baje Dios y lo vea. Como era de prever, el resto de los miembros del jurado me miró como si estuviera mal de la cabeza (cosa que nunca he descartado del todo) y el premio fue a parar a otra persona que ya no recuerdo. Evidentemente, cuando el pobre Perich falleció unos años después, hubo prácticamente luto nacional, todo el mundo escribió sobre lo grande que era y, si no me equivoco, se le acabaron concediendo una placita o unos jardines (se repitió la pantomima recientemente tras el fallecimiento de Pau Riba, al que la cultura y la política oficiales ninguneaban y que al reventar pareció que había vuelto a palmarla Pompeu Fabra).

La situación se ha repetido con el dibujante de comics Francisco Ibáñez, fallecido no hace mucho. Mientras vivía, ninguna autoridad barcelonesa movió un dedo para dedicarle ningún tipo de homenaje. Cuando murió, se habló de concederle la Medalla de Oro de la ciudad (a título póstumo, evidentemente) y de dedicarle un semáforo en Barcelona en el que los colores verde y rojo tendrían el aspecto de sus dos personajes más célebres, los muy torpes detectives Mortadelo y Filemón. Mientras vivió, nadie pareció darse cuenta de que estábamos ante un estajanovista de la historieta cuyas obras se habían convertido, con el paso de los años, en un hito del comic español y en uno de los productos más comerciales del llamado noveno arte, leído por grandes y pequeños y conocido por todos, incluso más allá de nuestras fronteras, habitualmente reacias a lo que viene de fuera. Durante los sesenta años de carrera profesional, a ninguna instancia oficial de esta bendita ciudad se le pasó por la cabeza reconocer públicamente su talento. Cuando se murió hace unos pocos meses, eso sí, se produjo una absoluta unanimidad sobre su valía y su importancia. Conclusión: una vez muerto, Barcelona ya podía reconocer la trascendencia de uno de sus personajes más interesantes en el campo de la historieta (hace años, el periodista Arturo San Agustín propuso dedicarle una calle o una plaza al Capitán Trueno, a raíz de la muerte de su creador, Víctor Mora: no se le hizo ni caso, por supuesto).

Mientras el consistorio decide si Ibáñez merece o no la Medalla de Oro de la ciudad, se ha puesto en marcha una iniciativa para dedicarle al difunto, por lo menos, un semáforo (se nos adelantaron en Málaga con el de Chiquito de la Calzada, pero bienvenida sea la propuesta). La cosa parece avanzar a buen ritmo, aunque aún no se ha decidido la situación física de ese semáforo. No me parece una mala idea, pero, una vez más, los barceloneses hemos esperado a que se muera uno de nuestros hijos más ilustres (como en el caso de Jaume Perich y Pau Riba) para darle al gorigori, reconocer lo grande que era y tomar alguna medida para homenajearle.

El problema, como les decía, no es estrictamente barcelonés o catalán, pues en el resto de España sucede más o menos lo mismo. Da igual que, cuando estabas vivo, hicieras méritos más que sobrados para que tu ciudad reconociera oficialmente tu talento y tu personalidad, pues ésta pasaba de ti como de la peste o te consideraba, en el mejor de los casos, un sujeto marginal, un excéntrico y, no pocas veces, un chiflado. Nunca se me olvidará la cara de estupor que se les puso a mis compañeros en el jurado del premio de periodismo Ciudad de Barcelona cuando saqué a colación el nombre de Perich: parecía que les había mentado a la madre.

Tras toda una vida currando sin parar y convirtiendo a Mortadelo y Filemón en el buque insignia del tebeo español, a Francisco Ibáñez le va a caer un semáforo. Menos da una piedra. Quien considere que también merece cierto reconocimiento por parte de su ciudad, ya sabe lo que tiene que hacer: morirse.