Hace unos días cayó una de las piedras de la basílica de Santa Maria del Mar. No puede decirse que fuera como la destrucción del templo de Salomón ni como el hundimiento provocado por Sansón, hechos ambos interpretados como mensajes divinos por quienes los vivieron. Fue un percance menor: sólo una piedra y sin heridos. Un susto. Atribuirlo a que el comportamiento de los dueños del edificio había interrumpido la comunicación con Dios sería excesivo. Para empezar, no está claro que exista Dios alguno y, en caso de existir y ser benevolente, probablemente evitaría que la piedra cayera sobre alguien y le hiciera daño, del mismo modo que ha creado un mundo en el que los niños no sufren nunca enfermedad doliente. Los mayores son otra cosa, porque su libertad les permite hacer el mal y, entonces, pese a su infinita misericordia, Dios va y les castiga. El que la hace la paga, porque eso es la justicia. La divina. En la humana, el castigo solo se aplica a los pobres. Los ricos pueden pagarse abogados que dilaten los procesos años, lustros, décadas. Una vida entera (el emérito, Pujol, Zaplana, etc.)

Ya era así en los tiempos que narran los Evangelios. Aunque no todos cuentan lo mismo. Los cuatro están inspirados por el mismo Dios, quien de vez en cuando tenía lapsus de memoria y a unos evangelistas contaba una cosa y a otros, otra. Lucas (y sólo Lucas) narra la historia del rico Epulón y el pobre Lázaro. Ambos murieron y Abraham acogió en su seno al segundo, que apenas se alimentaba de las migajas de los banquetes que celebraba Epulón. Éste fue condenado y por más que pidió misericordia, no la recibió.

Dice Lucas que Epulón vestía “púrpuras”. El diccionario de la RAE señala que purpurado remite a un hombre “que come y se regala mucho”. Cabe interpretar que, proféticamente, la fábula de Lucas apunta a algunos cardenales, que visten ricas telas de color púrpura. En especial, a Rouco Varela, que se regala con una excelsa vivienda en el centro de Madrid, donde medita cada día sobre la pobreza del pesebre en que nació su Dios Jesús.

Santa Maria del Mar es el templo católico (significa universal) que el pasado 11 de septiembre acogió una misa por los patriotas catalanes caídos (hacerlo por los vivos sería macabro). La organizó la Liga Espiritual de la Virgen de Montserrat, entidad prima hermana del Tercio de Requetés de la misma virgen, que luchó denodadamente junto a otras tropas franquistas. No se sabe si los asistentes pagaron por entrar. Normalmente, se cobra una entrada, como en otros templos católicos barceloneses, incluida la catedral. Se cobra a quien quiera entrar en el recinto y hablar con Dios. Claro: Dios está en todas partes y no hace falta ponerse bajo techado para hablar con él. Paga entrada todo el mundo, incluidos los españolitos que no quieren financiar a la iglesia católica y marcan la casilla de los servicios sociales porque consideran que los vicios debe pagárselos uno de su bolsillo. También los militares, pero los curas que dicen misa en los cuarteles para solaz de los la milicia creyente cuestan cada año 4,5 millones de euros pagados a escote por todos. Y eso que ellos forman parte de las huestes del César (el poder político). Ese mismo Jesús, que inspira la voluntad de pobreza de cardenales, obispos y arzobispos, dicen que dijo que hay que separar lo del César y lo de Dios.  Eso sí, ahora no va el César bajo palio, pese a que el actual, de nombre Pedro Sánchez, en vez de aplicar impuestos a los católicos, ha ampliado la reducción a todas las religiones, menos al pastafarismo, que agrupa a quienes veneran al Monstruo del Espagueti volador. Un ser cuya existencia es tan probable como la de Zeus y sus congéneres.

Santa María también se alquila para familias que deseen realizar en ella algún evento, por ejemplo, una boda. En ese momento, la iglesia, supuestamente de todos, pasa a convertirse en un recinto privado que sólo admite a los ricos epulones que pagan.

Es de esperar que la reposición de la piedra haya ido a cargo de los propietarios del edificio y no del erario público. Con lo que se sacan de entradas y alquileres bien pueden dedicar algo a mantenimiento. Porque, además, la iglesia tiene otros ingresos: las limosnas. Y no se puede decir que sean dinero negro, aunque no tengan que declararlo (como de bares y restaurantes) porque la Iglesia católica no paga impuestos al César.

Empieza a ser urgente hacerse pastafari y reclamar el reconocimiento fiscal de esta religión que presenta la gran ventaja de no tener templos cuyas piedras amenacen a los viandantes ni, que se sepa, pederastas en sus filas.