No sé por qué el chocolate con churros todavía no es patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO. Algo falla.

No está nada claro el origen del churro. Unos sostienen que lo inventaron unos pastores españoles; otros, que los portugueses los trajeron de China. En cualquier caso, el churro moderno es una contribución ibérica a la humanidad. El cacao, que ya se consumía en América hace casi cuatro mil años, se convirtió en chocolate gracias a los españoles y a la canela a partir del siglo XVI. Era inevitable que el chocolate y los churros se combinaran tan deliciosamente precisamente aquí, en España, y alcanzaran tan alto grado de popularidad. También se comen churros en Francia, Bélgica y algún rincón de los Estados Unidos. Nuestros primos latinoamericanos se han aficionado igualmente a los churros. En fin, que las churrerías de Madrid o Sevilla, por citar dos patrias del buen chocolate con churros, piden a gritos el reconocimiento de la UNESCO, que ya está tardando.

A mi pesar, Barcelona no es patria de churrerías. No tenemos nada equivalente al San Ginés madrileño, por citar la más famosa de varias churrerías y chocolaterías centenarias que hacen de la capital uno de los paraísos de los amantes del chocolate con churros. Zamparse un buen chocolate con churros a gusto en Barcelona es mucho más difícil. Por supuesto, lamentablemente, también más caro. Según el señor Google, no sumamos más de veinte churrerías en Barcelona, incluyendo los puestos de venta callejeros. El Eixample está especialmente desprovisto de churrerías y éstas se concentran en los barrios más populares, donde se aprecia lo auténtico y se desprecia el artificio.

Me dirán, y es cierto, que tenemos locales centenarios donde sirven chocolate. Se me ocurre La Pallaresa de la calle Petritxol, pero poco más. Luego, ay, los barceloneses nos inclinamos más hacia los melindros que hacia los churros.

En Barcelona, pues, nos da por el bizcocho de soletilla, de origen saboyano, conocido más popularmente como melindro, que no melindre, en el Levante español. En Sudamérica, los melindros tienen nombres simpáticos: vainillas, galletas de champaña, bizcotelas, suspiros o dedos de señora, por ejemplo. En Rusia son dedos de dama, también en el Reino Unido, donde añaden otras denominaciones, como dedos de esponja, bizcochitos de bebé o bizcochos de tocador. Los turcos los llaman lengua de gato y alemanes, austríacos, búlgaros o rumanos, bizcochitos. Sin duda, sus inventores le dieron el nombre más delicioso, biscuits à la cuillère o bizcochos de cuchara, aunque el nombre pierde mucho con la traducción.

Los melindros están bien, pero soy más de churros, no puedo evitarlo. El melindro es un quiero y no puedo sin sustancia, que no soporta el baño de chocolate sin venirse abajo. Quizá por eso el pequeño burgués barcelonés, el nuevo rico indiano y esa burguesía decimonónica que prefería Haussmann a Cerdá adoptaron como propio el melindro, tan afectado, tan francés, y optasen por desterrar al churro proletario y popular de sus meriendas. El comer dice mucho de los pueblos y el nuestro es melindroso.

Cuando yo era un niño, a veces comprábamos churros en la churrería de la Sagrada Familia. Era un local pequeñito que vendía churros calentitos y recién hechos, bolsas de patatas fritas y poco más. Guardo como oro en paño el recuerdo de aquellos cucuruchos de churros regados con azúcar que nos merendábamos en el parque, antes o después de pasar por los columpios. En aquel entonces, podíamos ir a jugar a la plaza de la Sagrada Familia. Del templo expiatorio sólo se habían levantado las cuatro primeras torres de la fachada del Nacimiento y se estaban acabando las cuatro torres de la fachada de la Pasión.

Hoy, la churrería ya no es la churrería de la Sagrada Familia, sino La Selecta de Churros, Antigua Xurreria (sic) de la Sagrada Familia, que por nombre y apellidos no quede. El local se ha ampliado, lo mismo que el menú. Sirven churros posmodernos, rellenos de dulce de leche, crema o chocolate, pero también de jamón ibérico o jamón y queso, y sus principales clientes son los turistas. Éstos acuden al mogollón que se rinde ante el espectáculo de la Gran Mona de Pascua, donde muy pronto se perpetrará la instalación de las dos últimas figuras de los tetramorfos de la Legión Cóndor, allá en lo alto. Ya no se puede jugar en un parque invadido por los guiris, donde no se cabe en los columpios ni se puede dar una patada a un balón. Desapareció la churrería de barrio, triunfa el comercio para turistas.