Leo en este diario que el ayuntamiento de Barcelona intenta poner un poco de orden en el curioso mundo de los VMP (Vehículos de Movilidad Personal), donde el patinete eléctrico ha venido a sumarse a la bicicleta, el skateboard, los patines y cualquier otra cosa que no sea ni un coche ni una moto. Entre el 25 de septiembre y el 1 de octubre del año en curso, la Guardia Urbana ha puesto 660 denuncias a otros tantos devotos del patinete eléctrico. ¿Motivos? Más o menos, los mismos de los VMP que le precedieron: conductores que van a su bola, se saltan los semáforos (¡porque ellos lo valen!), se deslizan entre el tráfico rodado sin preocuparse de la seguridad ajena ni de la propia (no sé por qué, pero los VMP atraen a todo tipo de descerebrados, convencidos de que las normas son para los demás y de que ellos son una especie de héroes de la sostenibilidad a los que hay que dejar hacer lo que les salga del nardo por el bien del planeta).

No sé ustedes, pero yo (igual es la edad y me estoy convirtiendo en un carcamal reaccionario, no lo descartemos del todo) me echo a temblar cada vez que se suma un nuevo modelo de vehículo a los de toda la vida. Acostumbrado a ir en taxi o ir a pie, nunca me he llevado muy bien con motos, vespas y ciclomotores. Me molestaba la costumbre de sus conductores de invadir las aceras, que son mi hábitat natural como peatón profesional que nunca se ha sacado el carné de conducir, y recorrerlas hasta encontrar un sitio donde dejar el vehículo (en vez de bajarse de él y acompañarlo a pie hasta su destino momentáneo). La cosa empeoró para mí cuando Pasqual Maragall empezó a potenciar el uso de la bicicleta y las aceras de Barcelona se llenaron de ciclistas que, temerosos de ser atropellados si circulaban por la calzada, preferían atropellar ellos a alguien a domicilio (la acera). La situación ha mejorado algo últimamente, pero hubo una época que fue todo un sindiós ciclista: conductores haciendo slalom con los peatones, velocidades excesivas, actitud chulángana de ciertos conductores hacia el peatón que les sugería que fuesen por dónde van los vehículos motorizados y hasta violencia contra el sujeto al que habían estado a punto de arrollar y había tenido el descaro de afearles la conducta (no hace mucho, un ciclista mató a un automovilista en una discusión de tráfico). Nunca entendí por qué en Barcelona había tanto sociópata adicto a la bicicleta: les aseguro que sus homólogos de Berlín y Nueva York solían ser gente mucho más razonable y apacible.

Después de los ciclistas, aparecieron los skaters o patinadores. Algunos disfrutaban enormemente pasándote a tres centímetros de distancia por la acera mientras adoptaban una actitud entre arrogante y sostenible. El colectivo tomó la plaza de delante del MACBA y la convirtió en su centro de esparcimiento particular, consiguiendo que quien intentara acceder al museo para ver una exposición tuviera que jugarse la vida cada vez que le diera por ahí. Ante los escasos conatos municipales de ponerlos en su sitio (que no sé cuál es, pero yo diría que la entrada a un museo, como que no), siempre salía algún skater ofendido por la tele a exigir un lugar en el que pudieran dar rienda suelta a su pasión (como si patinar fuera un derecho constitucional: en eso, los patinadores eran como los grafiteros, que también exigían paredes para pintar sus birrias como si se tratara de otro derecho constitucional).

Ahora, además de estos colectivos, los peatones (y los conductores) de Barcelona contamos con otra pandilla de costumbres, digamos, discutibles: los que se desplazan en patinete eléctrico (un artefacto, por cierto, que a veces explota de manera inesperada, como ya ha ocurrido en algunas ocasiones recientemente). A la hora de incordiar a peatones y automovilistas, los del patinete superan de largo a los ciclistas, de los que han heredado la costumbre de saltarse los semáforos, de practicar slalom en la acera y en la calzada y de tratar de vivir en el mejor de los mundos posibles, con todas las ventajas del automovilista y del peatón y ninguna de sus pegas (a destacar la funesta manía de subirse al metro, al tren o al autobús con su maldito patinete, aunque el vagón vaya petado y el manillar se le clave en la rabadilla a alguien que ya va convenientemente enxovat: afortunadamente, esto queda prohibido a partir de ahora).

Llámenme rancio, pero yo prefería la época en que, en mi ciudad, solo había dos clases de ocupantes del espacio público: los peatones y los automovilistas. Cada uno en su sitio. El peatón, en la acera. El automovilista, en la calzada. Sin que nadie invadiera el espacio del otro. Y me temo que algo hemos hecho mal cuando los VMP –en principio, alternativas razonables a las ya existentes- se han convertido en un incordio de tal calibre que la Guardia Urbana lleva ya 660 denuncias de comportamientos chungos en poco más de un mes. Y más que habrán de caer si los del patinete no se aplican a sí mismos un poquito de por favor.