Sucede que, de un tiempo a esta parte, hay pocos barceloneses, tanto del norte como del sur de la Diagonal, que no conozcan uno o dos edificios que actualmente se encuentran “okupados”. Como también resulta extraño que no tengan algún conocido que haya sufrido en sus propias carnes las consecuencias de la “okupación” de un inmueble, ya sea de su propiedad o próximo a su residencia.
Y es que, en no pocas ocasiones, las viviendas “okupadas” se destinan a actividades ilícitas, tales como el tráfico de drogas o el ejercicio forzoso de la prostitución. Y, en otras tantas, a actividades molestas, insalubres, nocivas o peligrosas de la más diversa índole. Entradas y salidas constantes, durante el día y la noche, escaleras y portales colapsados por visitantes que deciden quedarse a dormir en estos elementos comunes, agresiones a los vecinos que protestan legítimamente ante los invasores o vandalismo dirigido contra todo lo que se encuentra, tanto dentro como fuera del edificio. Por no hablar de los riesgos que suponen para la seguridad el hecho de “pinchar” la luz para evitar hacerse cargo, como hacemos todos, de la factura.
Ahora bien, nada de esto sería posible sin la existencia de mafias, decenas de ellas, que operan en nuestra ciudad. Organizaciones y grupos criminales, que funcionan a modo de agencias inmobiliarias ilegales, a las que se puede recurrir con la finalidad de “arrendar” un piso por un módico precio, siempre, claro está, en dinero negro, a través de un contrato falso. Un dinero que, después, se reinvierte en otras empresas, también ilegales, con la consecuencia lógica de un incremento notable de la delincuencia.
El procedimiento es sencillo. Si usted desea poner un negocio como los antes mencionados, que no puede abrir en el Eixample a pie de calle, o simplemente quiere vivir sin pagar el alquiler, ni los suministros ni, por supuesto, hacerse cargo de los gastos de sostenimiento del edificio, no tiene más que acudir a una de estas organizaciones. Porque sus integrantes, hábiles conocedores del mercado, antes de su llegada, ya habrán realizado un estudio para comprobar qué pisos de los existentes en su territorio se encuentran disponibles y, por tanto, susceptibles de ser asaltados.
Así funciona, en términos generales, la “okupación” de inmuebles. Un fenómeno que no tiene absolutamente nada que ver, aunque algunos se esfuercen por demostrar lo contrario, con la situación en la que se hallaban, tras la anterior crisis económica, los propietarios de viviendas hipotecadas que, a causa de la pérdida de su trabajo, no podían hacer frente a las cuotas mensuales de dicha hipoteca. Y, por este motivo, las entidades bancarias iniciaban un procedimiento de ejecución que podía concluir con una orden de desahucio.
Estas personas, en la inmensa mayoría de los casos, eran ciudadanos responsables y cumplidores que, por una causa no imputable a ellos, por imposibilidad material, dejaban de pagar una deuda que, hasta ese momento, habían satisfecho puntualmente. Y fue pensando en ellos, de hecho, y no en los “okupas”, que se aprobaron determinadas leyes de protección frente a los desahucios.
Pero los políticos, cada día más alejados de la realidad de las calles, de lo que, en verdad, importa al ciudadano de a pie, su seguridad y la de sus familias, y, en esencia, el poder llevar una vida tranquila, han ido aprobando otras leyes que, por desconocimiento o, quién sabe, por algún motivo espurio, electoral o extraelectoral, proporcionan al infractor, en este caso al “okupa”, toda una serie de mecanismos para perpetuarse en su infracción.
Es el caso de la recientemente aprobada Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el derecho a la vivienda, la cual, como hace poco apuntó el Dr. David Vallespín, Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona, con la excusa de la protección de las personas vulnerables, un fin necesario y loable, introduce todavía más límites a los que ya existían para ejercicio de la acción de desalojo por el propietario. Y lo que es más grave, ofrece idéntico tratamiento a todas las situaciones de ilegítima tenencia del inmueble, ya se trate de un inquilino que no paga la renta o de un “okupa”. Supuestos todos en los que el propietario se topará con un elenco de limitaciones a su derecho de propiedad.
La propiedad privada, protegida con tesón en los países de nuestro entorno, en tanto sirve de fundamento a la libertad del individuo frente al Estado, ha pasado a convertirse en nuestro país en un derecho secundario, limitable cuando al legislador le venga en gana. Y ello porque, según la citada Ley de Vivienda, en caso de conflicto, debe prevalecer el derecho fundamental del “okupa” a la inviolabilidad del domicilio y a su intimidad. Todo con base en la función social de la propiedad, pero a costa de vaciar de contenido este derecho.
Si el Estado protege al infractor y, por ende, no actúa en defensa del ciudadano cumplidor, si no le protege ni le procura una existencia segura, éste se verá en la necesidad natural de tomar las medidas necesarias para su autoprotección. Lo que se conoce como la “autotutela”. Y ésta, su mero planteamiento, y mucho más su generalización, implica el fracaso del Estado de Derecho.
En resumen, si un ciudadano, propietario de una vivienda que ha sido ilegalmente okupada, no ve otra posibilidad para recuperarla que llamar a Desokupa, el Estado habrá fracasado. Y esto, queridos lectores, sería el fin.