La sequía es real. Vaya por delante. Queda saber por qué el Gobierno catalán ha tardado tanto en tomar las decisiones pertinentes y, sobre todo, por qué ha tardado tanto en asumir que uno de los elementos que más distorsiona el consumo del agua es el turismo, sobre el que apenas se incide. Cierto que es una de las principales fuentes de ingresos y de puestos de trabajo, pero no es menos cierto que, en general, son puestos de trabajo de baja calidad y menor sueldo. La competencia hace que los precios se ajusten al máximo para captar a unos turoperadores que cada vez estrechan más los márgenes. Como consecuencia, en ese sector la innovación no es la primera de las preocupaciones del empresariado. Y entre las innovaciones que se han dejado para más adelante está la reducción del consumo del agua, que es mucho y está geográficamente concentrado en un litoral que es, precisamente, donde menos agua hay: la zona centro y norte.

La situación actual es uno de los problemas derivados de la ley que posibilitó el minitrasvase del Ebro. Se aprobó con la condición de que ni una sola gota llegara a la provincia de Barcelona, vetando legalmente la interconexión de las cuencas internas de Catalunya con la del Ebro. El minitrasvase termina a las puertas de Cubelles. Al norte hay que fiarse del Llobregat y del Ter que, como se ha visto, son tan fiables como Carles Puigdemont o Ione Belarra. La decisión de que el Ebro no abasteciera Barcelona fue promovida por Jordi Pujol (y bendecida por cierto sector de la izquierda). CDC optaba en aquellos días por un trasvase desde el Ródano. Eso sí que hubiera dado un buen 3%.

El decreto de sequía, con clara lógica, prohíbe las replantaciones. El resultado es que algunas de las obras en marcha en Barcelona, cuando incluyan la reposición de arbolado, tendrán que aplazar su final hasta que el cielo lo quiera. (El cielo, no los dioses). Como, además, la puntualidad en la entrega no es la principal característica de las constructoras, el resultado es una ampliación de las incomodidades que los trabajos en la vía pública suponen para el vecindario.

Un caso particular, pero no único, es el que afecta a la calle de Galileu, entre la avenida de Madrid y Can Bruixa. Ha estado todo el año en obras para proceder a su peatonalización. Obras que tendrían que haber terminado en noviembre. No lo han hecho ni se sabe cuándo acabarán, porque hay que replantar árboles y el decreto de sequía lo impide. Los alcorques que debían acogerlos están siendo tapados con una capa de cemento para evitar percances. 

La función de los árboles no era sólo contribuir a limpiar el aire y dar sombra; distribuidos en zigzag, debían actuar como elemento disuasorio de un tráfico que, por prohibido que esté, es probable que siga produciéndose. Antes de la inconclusa reforma había allí unas placas que prohibían el paso a quienes no fueran vecinos, usuarios de aparcamientos o servicios. También limitaban la velocidad a 30 kilómetros por hora. Ninguna de esas normas se hizo cumplir nunca. Ahora, sin aceras, habrá más espacio para los coches y si el Ayuntamiento no lo impide (y la estadística no sugiere que se ponga a ello) puede convertirse en una pista de carreras. Lo que puede disuadir a algunos conductores son los baches. Como señala un vecino, aún no han terminado los trabajos y ya hay losetas, más de una y más de una docena, que bailan y se sueltan.

Un portavoz del consistorio asegura que el distrito se mantiene en contacto con el sector comercial para informarles. Bien está. Se han olvidado de los vecinos, aunque han acabado enterándose e indignándose igual. Saben que les esperan muchas más incomodidades y han sufrido muchas durante este año, cuando la zona más que un espacio en el que trabajar parecía un vertedero, cuando motores rugían desde las ocho de la mañana o cuando se restringían los accesos a los aparcamientos vecinales con escasa consideración para quien tuviera que entrar o salir. Un año en el que se habilitaron estrechísimos corredores para los peatones, algo comprensible. Menos comprensible es que fueran también utilizados por patinetes, bicicletas y hasta motos. Cuando pasaban estos vehículos no cabía nadie más. Para evitar encontronazos, las personas tenían que refugiarse en los portales.

Que Barcelona necesita obras es una obviedad. Igual que lo es que las obras suponen incomodidades, compensadas por las mejoras. Lo que no se comprende es por qué nadie vigila que esas incomodidades sean las mínimas, del mismo modo que resulta incomprensible el sistemático incumplimiento de unos plazos que siempre se prolongan más de la cuenta.