Juan Antonio Samaranch Torelló (Barcelona, 1920 – 2010) ha vuelto discretamente al ayuntamiento de Barcelona, de donde se deshizo de su recuerdo Ada Colau, tras una decisión no menos discreta del actual alcalde, Jaume Collboni. En su momento, Samaranch obsequió al consistorio barcelonés una estatua de gusto dudoso (reproduce una bolsa de deporte de la que asoma algo que no sé si es la antorcha olímpica o un palo de golf de diseño futurista) que incluía una placa a su mayor gloria que rezaba: El president del Comité Internacional Olimpic a la seva ciutat en record dels jocs de la XXV olimpiada. La administración Colau, siempre tan dada a los gestos presuntamente progresistas, optó por quedarse con la estatua, pero eliminando a quien nos la había endilgado, con lo que ahí se quedó una bolsa de deporte que no se sabía muy bien qué pintaba en un ayuntamiento.

Adiós, placa. Maniobra muy parecida a la retirada de la estatua del marqués de Comillas en la Vía Layetana, que ahora es una peana vacía que no honra absolutamente a nadie (como si el marqués fuese el único burgués negrero de nuestra querida ciudad, cuando la mayoría de los próceres que dieron lustre y boato a Barcelona también almacenaba esqueletos en sus armarios).

En fin, cosas muy propias de esa NII (Nueva Izquierda Imbécil) que disfruta reescribiendo la Historia y, sobre todo, observándola desde la perspectiva del presente: si quieres un parque Güell y una Pedrera, necesitas esclavos; y si quieres celebrar una olimpiada, a veces necesitas los servicios de un falangista reciclado en demócrata de toda la vida. O sea, que, en mi modesta opinión, no hacía falta deshacerse del marqués de Comillas (o entonamos una autocrítica general sobre nuestra gloriosa burguesía o nos olvidamos del asunto) ni de la placa de Samaranch. Recordemos aquel comentario privado de Narcís Serra que acabó trascendiendo: “Si hemos logrado la olimpiada, ha sido gracias al facha” (como ya habrán supuesto, se refería al ínclito Samaranch).

No pretendo decir con todo esto que deba mantenerse cualquier vestigio del pasado. Quitarle a Franco la Diagonal, que él rebautizó como Avenida del Generalísimo, es justo y necesario y va con el cargo de dictador: una vez no pintas nada o la has diñado, las calles que pusiste a tu nombre te las soplan y bien merecido te lo tienes, por megalómano. Pero tomarla con el marqués de Comillas o con Samaranch resulta absurdo y pueril. Ambos serían lo que fuesen, pero a los dos les debemos cosas de mérito. Y no vamos a entrar a estas alturas en su posible miseria moral.

No considero a Juan Antonio Samaranch un tipo especialmente admirable: falangista, procurador franquista, mandamás de la diputación de Barcelona, presidente del Comité Olímpico Internacional tras años medrando astutamente… Con la llegada de la democracia tenía todos los puntos para caer en desgracia y que se lo tragara la tierra, pero el hombre era, ante todo, un superviviente que se consideraba con derecho a una segunda vida.

¿Falangista? ¡Pecadillos de juventud! ¿Franquista hasta la médula? Como tantos alcaldes convergentes de la primera hornada, cuyos nietos son ahora independentistas de piedra picada. ¿Arribista empedernido? Sin duda. Pero también un tipo listísimo que supo disfrazarse hábilmente de demócrata para seguir chupando del bote a lo grande. Desde el Comité Olímpico Internacional, se convirtió en un personaje fundamental para que Barcelona lograra celebrar sus primeros juegos olímpicos (entrando así en ese mapa internacional que ahora estamos pagando con la gentrificación y la invasión turística), ya lo dijo Narcís Serra. Por eso nos olvidamos todos (él el primero) de su siniestro pasado político y de sus juergas con la Brigada del Amanecer, lo convertimos en un prohombre de la democracia y no le pusimos una calle de milagro (se tuvo que conformar con el marquesado de Samaranch que le otorgó en 1991 el hoy rey emérito).

¿Quieres una olimpiada? Pues trata bien al facha, que tiene muy buena mano en instancias internacionales. Y si eres el alcalde de Barcelona y el facha te regala una escultura tirando a fea y absurda, pues le das las gracias y le pones una placa al engendro para que la gente sepa qué pinta ahí. Reponer una placa no te convierte en fan de Samaranch, sino en alguien que cree en aquello de que es de bien nacidos ser agradecidos. Y la reposición tampoco se ha hecho a bombo y platillo, sino con suma discreción: un día no estaba y al siguiente sí; ni siquiera se ha indignado nadie, hasta el momento.

Los que creemos que una de las obligaciones de Collboni es intentar revertir las salidas de pata de banco de su antecesora estamos a favor de la medida, sin por ello vernos obligados a sentir el más mínimo aprecio por ese émulo del Bel Ami de Maupassant que fue el marqués de Samaranch. Y puestos a seguir con la aristocracia, aprovecho para pedirle al señor alcalde que le devuelva al marqués de Comillas su lugar en la Vía Layetana: a veces las cosas pueden mejorar gracias a falangistas y negreros. Cosas más raras se han visto.