Hace unos días The Guardian convirtió en noticia la decisión de la ciudad italiana de Bolzano de identificar a los perros por su ADN. A finales de marzo será obligatorio: sus propietarios deberán sufragar los 65 euros que cuesta el análisis para que el consistorio pueda localizar y sancionar a quienes no recogen los excrementos de sus canes.

De un censo de 45.000 animales, solo la octava parte ha pasado por el laboratorio. Una resistencia típica del colectivo de quienes tienen mascotas y que ha sido adoptada por los agentes de la policía local que se niegan a recoger las muestras.

Las noticias sobre las mascotas tienen mucho recorrido en los medios y las redes, lo que explica la difusión del caso Bolzano, que no es la primera ciudad italiana que trata de poner orden en el desagradable e insalubre espectáculo en que algunos incívicos convierten calles poco transitadas y menos iluminadas.

En España son casi un centenar los municipios que han anunciado medidas semejantes, pero todos ellos –aquí, como en Italia, Francia, Reino Unido-- han recibido la misma respuesta. Sobre todo de la gente ordenada: es una persecución, supone un castigo económico y no resuelve el problema porque los perros callejeros y los que llevan los turistas no son identificables.

Son excusas infantiles, pero con fuerte arraigo entre los miembros de esa comunidad cada día más extensa e internacionalizada de ciudadanos con animales de compañía. Es como si un conductor se negara a matricular su vehículo con el argumento de que nunca circula a más velocidad de la permitida ni aparca indebidamente. ¡A ver qué político es el guapo que se los pone en contra! De hecho, ciudades como Zaragoza han terminado por desistir.

Hay pequeños consistorios de aquí mismo que toman medidas, sin miedo. Polinyà, del Vallés Occidental, es uno de ellos. Tiene implantado el ADN de los perros, pero el 80% de las pruebas de las cagadas encontradas en sus calles no son identificables. Sus dueños no los han legalizado. Sin embargo, el 70% de los perros censados (1.206) tienen registro de ADN.

La conclusión no puede ser otra: una gran parte de quienes no obtienen el ADN de sus animales tampoco los han censado. Y, además, son los que reiteradamente faltan el respeto a sus vecinos con las mierdas callejeras. El esfuerzo de Polinyà permite, de momento, dibujar el perímetro donde se produce la inmundicia y facilitar así cómo sancionar –o desplazar-- el incivismo.

Y nos ayuda a entender que sin mano dura no hay remedio. Está en nuestro ADN.