Pasarse todo el año preparando el jolgorio del carnaval, como hacen en Río de Janeiro, no sé si es algo digno de aplauso, pero hay que reconocer que arroja un resultado rutilante que atrae a locales y turistas por igual. La pijada veneciana, con sus trajes de época y sus máscaras extravagantes, puede tener cierta gracia retro, aunque tampoco estoy muy convencido de la necesidad de dedicarle tanto tiempo a algo que se supone que es (o fue) una actividad transgresora. En cualquier caso, cada uno a su manera, los carnavales de Río de Janeiro y Venecia requieren medios, cierto entusiasmo popular y la convicción de que lo que se está haciendo sirve para algo. Lo de Barcelona es otra cosa que no se acaba de entender muy bien: parece que se celebre el carnaval por obligación, porque estuvo prohibido durante el franquismo (como tantas otras cosas) y porque, aunque falsa, sugiere cierta transgresión de los valores morales establecidos (todavía hay quien se escandaliza ante determinados carteles anunciadores de carnavales: ¡Dios los bendiga por intentar mantener vivo un espíritu transgresor que no se ve por ninguna parte!).

Yo supongo que, en el pasado, el carnaval fue una buena manera de cuestionar el orden y la autoridad, una iniciativa para hacer el ganso sin tasa y cabrear a los biempensantes. Por eso, seguramente, fue mucho más divertido para los barceloneses de antaño que para los actuales, que observamos de lejos esas rúas desangeladas (salvo las de algunos colectivos sudamericanos que hacen lo que pueden para aportar sabrosura), esos disfraces baratos, esos bailecitos de gente medio desnuda que se pela de frío, ese cutre quiero y no puedo que distingue el carnaval barcelonés desde que se instauró de nuevo tras las décadas de prohibición franquista. El clima de nuestra ciudad es clemente, pero en febrero, unos años más y otros menos, suele hacer cierta rasca. Este año, el absurdo veranillo que disfrutamos se va a acabar bruscamente el fin de semana del carnaval con la llegada de la borrasca Karlotta, que promete viento y frío a granel. Y el que quiera visitar el carnaval de Sitges, especialmente animado gracias al colectivo gay, se encontrará con que escasea la purpurina, que ha sido prohibida por la Unión Europea a causa de la contaminación ambiental a base de microplásticos (la UE aprieta, pero no ahoga: se podrá recurrir a la purpurina sobrante de años pasados, aunque escatimando si queremos que llegue para todos).

El carnaval requiere cierta militancia, y yo creo que esta solo se da entre los homosexuales del sector plumón y los niños. A los primeros les ayuda a resistir hasta la llegada en mayo del festival de Eurovisión y a los segundos, todo el mundo lo sabe, les encanta disfrazarse de mamarrachillo, cosa que ahora también pueden hacer con la importación de la fiesta norteamericana de Halloween. En el resto de la población no detecto excesiva militancia, y no me extraña: ¿a quién, que no sea gay (sector plumífero) o criatura, le apetece echarse a la calle para bailar e impostar alegría macarena cuando llueve, hace frío o las dos cosas?

De todos modos, lo que más me tira para atrás de la propuesta es que una fiesta teóricamente transgresora sea patrocinada y alentada por los ayuntamientos, supuestamente regidos por gente de orden. Prohibir el carnaval, como hizo el inefable Caudillo, era un abuso, como casi todo lo suyo. Pero fomentarlo y casi imponerlo, obligar a la gente a hacerse la transgresora durante un par de días, me parece de una hipocresía lamentable. Es la transgresión controlada por quienes cobran para evitarla. Y eso no es transgresión ni es nada, solo un paripé que se lleva a cabo porque sí, porque suena liberador y progresista, aunque no sea ninguna de las dos cosas, revelándose más bien como una muestra de cutrerío municipal presuntamente progresista que no tiene nada que ver con los orígenes de la fiesta, que consistían en cabrear al burgués y al biempensante haciendo el ganso sin medida durante un par de días al año, una versión suave de lo que sucede en la franquicia cinematográfica La Purga.

Como los niños ya tienen Halloween y los gais con pluma el Día del Orgullo, el carnaval barcelonés deviene cada año más redundante y, francamente, nos lo podríamos ahorrar. O eso o tirar el dinero a espuertas como en Río de Janeiro o Venecia, pero me temo que andamos un tanto tiesos para poner el carnaval de Barcelona en el mapa internacional de los jolgorios con clase y tronío.