El gobierno catalán como todo lo hace, dice, por la patria, tiene patente de corso para sostener que actúa siempre bien, aunque en realidad lo único que verdaderamente hace de maravilla sea quejarse. Para sus propias pifias siempre hay una excusa. La principal: si no sale algo bien es porque Catalunya no tiene la independencia. Si fuera independiente, todo sería perfecto. El Ter rebosaría de agua, el Llobregat llevaría vino y miel y el Besòs leche de vaca. Dado que la independencia va para largo, los partidos independentistas deberían plantearse seriamente si dejar de presentarse a las elecciones hasta que estén en condiciones de hacer bien su trabajo. Porque este gobierno lo hace fatal, pero los anteriores tampoco lo hicieron mejor.


Pequeña lista de servicios que no funcionan: la educación, la sanidad, la ordenación del tráfico, el mercado de la vivienda, el sector turístico, la televisión y radio públicas, la inspección laboral, la contaminación, la producción de energías renovables. Y el suministro de agua, aunque ahora los obispos han pedido oraciones contra la sequía y seguro que se arregla. De hecho, confiar como hacen los clérigos en la Moreneta (también fingió hacerlo un consejero de ICV) es tan eficaz como confiar en el Gobierno.
Y la cosa puede ir a peor, porque el ejecutivo autonómico amenaza con meter mano en Rodalies con el objetivo de demostrar al mundo que no hay nada, absolutamente nada, que no sea susceptible de empeorar.


A estos asuntos de gran calado se añade ahora otro que sólo afecta a los ciudadanos del Área Metropolitana de Barcelona, que ya se sabe que son de segunda clase en los esquemas del carlismo gobernante: el sistema de tarjetas del transporte público. La última reforma es difícil que se pudiera hacer peor y, para colmo, con ocho años de retraso y abundantes sobrecostes.


El sistema evidencia que las administraciones actúan desde el propio ombligo, sin pensar en el consumidor, al que ni siquiera se sienten obligadas a dar información. Valga un ejemplo: la T-Causal permite comprar 10 viajes. Una vez el usuario ha empezado a utilizarla, si no recuerda cuántas veces lo ha hecho, sólo tiene una forma de saber cuántos viajes le quedan: usándola de nuevo. Hay una segunda posibilidad, que es disponer de una aplicación en el móvil, pero ésa es una opción de escasa utilidad para quienes optan por una tarjeta eventual como es ésta. Y, desde luego, no parece que tenga que ser una obligación.


Cabe que el usuario decida recargar la tarjeta en previsión de que le queden pocos viajes. Aquí los diseñadores del modelo se han lucido: las máquinas no registran los viajes pendientes en una recarga hasta que se agota el primer tramo. Es decir: si antes había tres trayectos y se han cargado 10, las máquinas controladoras sólo informan de los tres primeros y nunca de los otros, lo que genera la duda de si la recarga se ha hecho realmente.


Las instrucciones que figuran en las máquinas para comprar o recargar las tarjetas parecen haber sido elaboradas con la voluntad de poner trabas. En las expendedoras hay unas pegatinas amarillas de tamaño ligeramente superior a un sello de correos con una letra menuda propia de contratos de empresas de seguros. Para los mayores resulta un suplicio. Para muchos jóvenes, también.


La ATM (Atrocidad del Transporte Metropolitano) ofrece un número 900 para obtener información. Una delicia. Al principio sale una cinta que, entre otras cosas, informa del tiempo aproximado de espera, aunque la espera real puede duplicar perfectamente el tiempo indicado. Para colmo, toda la información que obtendrán es que no hay manera de saber cuántos viajes de verdad tiene una tarjeta recargada ni tampoco si está realmente recargada. No falla la persona que informa, falla el sistema, que no tiene en cuenta al consumidor.


De todas formas, conviene contemplar una segunda hipótesis. Tal vez los diversos gobiernos catalanes (casi todos de derechas) hayan sido malos gestionando la mayoría de servicios públicos. Después de todo, son para la plebe a la que ellos no pertenecen. Pero convendría no descartar la idea de que, en lo que respecta al hundimiento de la sanidad y educación públicas, hayan sido muy eficaces. Buscaban hundirla y lo han conseguido. Por eso la iglesia católica y la patronal médica los bendicen y elogian. No hay que descartar que, con el tiempo, alguno de los ex presidentes sea canonizado y los independentistas de pro puedan encomendarse a un san Artur Mas, patrón de la escuela concertada y las mutuas privadas. Para Jordi Pujol se reserva el título de santo patrono de los defraudadores.