Si hay algo en lo que destaca especialmente el Govern de Pere Aragonès es en la nefasta gestión del tráfico. Y llamarle gestión es ya un elogio inmerecido porque da la impresión de una improvisación total. Cabe la posibilidad de que haya un modelo global; si es así, se trata de uno de los grandes misterios de la política catalana. A ese modelo no tienen acceso ni los espías del CNI, aunque tampoco sería para copiarlo. Y donde esa falta de criterio resulta especialmente notable es en las entradas y salidas de Barcelona. Al caos de todas las mañanas laborables se añaden ahora los atascos semiperpetuos en fin de semana. Es la consecuencia inevitable de una propuesta encabezada por ERC, con Oriol Junqueras en el primer plano de la fotografía: la supresión de los peajes. Bueno, en realidad, sólo se trataba de suprimir los de las concesionarias dependientes del Gobierno central, las concesiones de la Generalitat, en cambio, no hace falta eliminarlos. Y ahí siguen.
Tras la afluencia de camiones a las autopistas ya gratuitas y el incremento de los accidentes, el Govern decidió establecer limitaciones en diversos tramos. Es probable que en algún despacho del Servei Català del Trànsit haya un mapa de las carreteras y autopistas con esas indicaciones. Otra cosa es que esté actualizado y, si lo está, que alguien lo mire alguna vez.
Los accesos a Barcelona tienen desde los tiempos del tripartito una limitación a 80 Km por hora que alcanza prácticamente a toda el área metropolitana. La medida buscaba el ahorro de combustible y menos emisiones contaminantes. El nacionalismo lenguaraz (entonces su principal representante era Artur Mas y su primer vocero, Felip Puig) anunció de inmediato que suprimiría esas limitaciones cuando gobernara. No lo hizo, era pura publicidad de la libertad de correr. Al modo de Aznar o Díaz Ayuso. Entre la zona de 80 y la de 120 acostumbra a haber un tramo de adaptación a 100 kilómetros por hora. Se diría que tiene cierta lógica.
Pero no siempre es así. La autopista que enlaza con la frontera francesa sale del nudo de la Trinitat con una limitación a 80, pero en poco menos de seis kilómetros, el conductor recibirá un baile de informaciones arbitrarias. Hasta seis veces cambian las señales: de 80 a 120 (kilómetro 79) y de inmediato a 100 y medio kilómetro más allá, otra vez 120 para volver a 100 pasados 500 metros. Y aún no se ha llegado al peaje que había en Mollet. Pasado ese trecho se restablecen los 120. La limitación sigue vigente desde que había obras, aunque ya no las hay. En dirección Barcelona el caos es similar. ¿No sería más lógico la uniformidad en un tramo tan corto? ¿Nadie revisa las medidas o es que a ERC no le preocupa lo más mínimo lo que ocurra en Barcelona?
La ensalada de indicaciones y correcciones se agrava por la masiva presencia de camiones que impiden la visión de las señales si se está adelantando. En algunas autopistas se ha procedido a instalar indicaciones a ambos lados de la vía, de forma que el conductor esté siempre informado. No siempre ocurre así.
La inoperancia de los responsables (es un decir) del tráfico se hizo más que evidente hace unos días cuando cayó una granizada a la altura de Sant Celoni. Trànsit decidió cortar la vía durante horas, oficialmente para que no hubiera accidentes; un reconocimiento explícito de que no sabían como solucionar algo que ocurre con frecuencia en toda la Europa central y del norte.
Tampoco se facilitó información. En Francia hay una emisora que emite en el 107.7 de la banda. En Cataluña, en cambio, hay que consultar las aplicaciones del móvil, aunque usarlo no está permitido, o conectar con emisoras de radio cuya información depende del RACC o de organismos oficiales más interesados en callar que en dar cuentas de la propia incapacidad.
Y mientras las entradas y salidas de Barcelona se mueven entre el caos y la desesperación de los usuarios, se recomienda el uso del transporte público, cuya eficacia es cuestionable. Pero nada de lágrimas: las cosas pueden ir a peor. En breve la Generalitat tendrá Rodalies y eso sí que puede ser el acabose. De su gran apuesta por el transporte público da una pista la partida presupuestaria de 57 millones de euros para mejoras en la red de metro. Basta compararla con el coste de la inconclusa línea 9 -unos 16.000 millones-, para hacerse una idea clara de la magnitud de la inversión. Van a poner asientos de cuero con remaches. A la espera, todos machacados.