Los institutos de enseñanza media han sido, desde casi siempre, un lugar en el que se ha impartido una excelente enseñanza. También ha habido profesores nefastos, claro, porque en todas partes hay de todo. Pero si algún día se hiciera en serio una historia de la educación en Catalunya habría que revisar a conciencia las aportaciones de estos centros, aunque es probable que un intento así chocara abiertamente con la administración autonómica, empeñada en socavar los cimientos de la educación pública. Desde los tiempos de Jordi Pujol hasta el presente. En eso ni siquiera se salva el tripartito.
Valga como ejemplo de interés, y no es caso único, el Instituto Menéndez y Pelayo, situado en la Via Augusta de Barcelona, justo donde termina la calle de Aribau. Un edificio hecho por el arquitecto Jaume Mestres (vinculado al movimiento GATCPAC) para la Mutua Escolar Blanquerna, luego convertido en Instituto Nicolás Salmerón hasta 1939, cuando los vencedores de la guerra incivil le dieron su denominación actual. El sello del pasado republicano aún figura en algunos de los libros de su biblioteca.
Pero ni las piedras ni los libros, siendo importantes, son lo más valioso que ha aportado el centro a la ciudad de Barcelona. El Instituto ha tenido una nómina de profesores en el límite superior de la excelencia. En la época pasada perteneció a su claustro el filósofo, luego emigrado, Eduardo Nicol y ya en tiempos más recientes han dado clases en sus aulas Miguel Morey (que estuvo allí siendo un jovencísimo profesor no numerario) o Joan Barbará. Fue éste un personaje muy curioso. Hizo la guerra al servicio de la Generalitat, en un despacho al lado de Batista Roca, de quien no hablaba nada bien. Hombre de buena voluntad, consiguió que el sacerdote Ramón Roquer (luego comentarista religioso de La Vanguardia y profesor de la Escuela Oficial de Periodismo) pudiera escapar de una condena segura. Le obtuvo un salvoconducto a cambio de regalar a un miliciano una pistola que tenía las cachas de la empuñadura de nácar. Roquer le devolvería el favor más tarde, al interceder por él cuando fue condenado a muerte. Explicaba que logró la cátedra de filosofía ante un tribunal en el que un miembro era casi espiritista (además de sacerdote).
En los mismos años (sesenta y setenta) Barbará coincidió con otros dos profesores brillantes: el historiador Joan Roig, hombre cordial y de un gran dinamismo, autor de diversos manuales de enseñanza, y Julio Pallí, catedrático de griego, que fue director del centro y traductor de Aristóteles y otros clásicos helénicos. A su lado estaba Manuel Pais, profesor de Filosofía, quien tenía también una excelente formación aristotélica forjada en los cursos de Xabier Zubiri. Fue también profesor durante algún tiempo el filólogo Josep Vallverdú, que ya había sido alumno del centro, junto con Jordi Carbonell, Oriol Bohigas o Joan Perucho.
Pero más allá de los nombres que por una u otra razón consiguieron alguna fama, ha habido y hay un ejército de profesores cuyos nombres sólo recuerdan sus allegados y, por supuesto, quienes fueron sus alumnos. Es el caso de Carme Bas, fallecida hace unos días y despedida en la más estricta intimidad, por voluntad expresa de su familia. Carme Bas se había formado en Barcelona y en Heidelberg y tenía un amplio conocimiento del pensamiento pasado y presente, que se plasmó en un librito titulado Corrientes y pensadores de la filosofía. Sentía especial aprecio por Kant, un pensador hoy reivindicado en su esplendor y riqueza, pero en ciertos momentos semioculto bajo la sombra de Hegel.
Deliberadamente, renunció a cualquier carrera universitaria para centrarse en la enseñanza media, para fortuna de quienes la tuvieron como profesora y de algunos de sus compañeros de docencia, que recuerdan tanto su afectuosidad como sus reflexiones intelectuales y que están trabajando en un acto que sirva de homenaje. Servirá para recordarla a ella y a tantos que, como ella, impartieron e imparten clases a esos jóvenes con las hormonas desatadas y la curiosidad apuntando al infinito.