A los ricos en patrimonio les ocurre demasiadas veces que no tienen liquidez suficiente como para mantener adecuadamente aquello que han recibido. De ahí que busquen la forma de alquilar, o de vender ese patrimonio, a privados para que donde había una finca señorial se ubique un hotel-boutique, o donde había una casa colonial o “pairal”, un restaurante.
A los ricos en patrimonio, cuando son del sector público, les ocurre demasiadas veces lo contrario. A pesar de tener liquidez para mantener ese patrimonio en alto (un mercado histórico, una masía, una fábrica) no saben a qué dedicarlo. Y es que se produce demasiadas veces la paradoja de un edificio patrimonial catalogado, que se cae sin remedio a causa de la nula capacidad de encontrar quién le dé vida.
Esto del patrimonio histórico y adjetivado como industrial, cultural o artístico tiene miga. Los defensores de “que no se tire nada” se oponen a que se haga un ejercicio de pragmatismo para comprobar si aquello que fue “protegido” en la infancia democrática tiene algún sentido. Porque en algunos casos, ya se lo digo yo, no lo tiene. Sobre todo si está en mal estado, si no tiene quién lo pueda ocupar, o si, cómo ese , existen centenares en toda España.
Por otro lado, está el encorsetamiento al que están sometidos. Una nueva escuela no puede instalarse en determinados edificios magníficos, porque los parámetros de construcción prevén espacios homologados e uniformes en todo el territorio, con tantos metros de aulas y tantos de patio, sin excepciones. Eso deja fuera edificios con alma que tendrían un uso, pero que no se adaptan a los cánones de la “modernidad”.
Luego está la posibilidad de darles usos privados, o privativos, pero aquí de nuevo se antoja muy difícil que determinada parte de la sociedad acepte que esa masía se convierta en un co-working, y no en el ansiado (sólo por ellos) casal de la gente mayor del barrio.
En materia de patrimonio, el uno por el otro y la casa sin barrer. Al inicio de la democracia, se recuperaron fábricas para que fueran bibliotecas, masías para que fueran centros cívicos, y casas coloniales para que fueran oficinas municipales. Con éxito. Pasados los años, agotados los presupuestos, vistos los resultados en algunos casos, seguir invirtiendo para crear nuevos servicios municipales no parece que sea necesario. Porque más o menos, en el ámbito metropolitano, hasta el más pequeño tiene su equipamiento en su patrimonio recuperado. Haría falta un gran acuerdo para flexibilizar usos, permitir concesiones, y escuchar al mercado. O a la sociedad entera, si lo prefieren. La “entera” es la que podría ofrecer viviendas compartidas, co-workings públicos, espacios para eventos, o formación no reglada. Por el contrario, escuchar a la que no es entera, nos arrastra a posiciones maximalistas donde nada es bueno, suficiente, o útil si no es otro centro para mayores, una guardería en el barrio donde no hay niños, o un mercado de abastos allí donde nadie lo usa.
Si en mi ciudad, e imagino que en otras, pudiéramos ser flexibles, habría nuevas escuelas en viejos edificios, co-workings públicos en casas señoriales, y viviendas compartidas en masías céntricas. Pero la flexibilidad la deben adoptar como criterio las administraciones superiores. Solo ellas pueden crear un plan que consista en que no haya plan, y sí un solo objetivo: que el patrimonio público no caiga.