¿Dónde está Iker Jiménez cuando se le necesita? ¿A qué espera para emitir un monográfico de Cuarto milenio sobre el enigma de la Semana Santa, cuando siempre hace un tiempo de perros sin importar las fechas en que caen las celebraciones de la resurrección de Cristo? Yo entendería que, por coherencia divina, lloviera a cántaros durante los malos días de Jesús (o sea, cuando lo crucificaron) y luciera el sol en los buenos (o sea, cuando resucitó), pero en este caso, como tiene por costumbre, el Señor no da señales de vida y nos deja que nos apañemos como buenamente podamos. Hasta tal punto que no sé por qué la gente se empeña en hacer planes de asueto para la Semana Santa, sabiendo, como sabemos, que, vayamos donde vayamos, nos vamos a encontrar con lluvia y frío.
Si las fiestas cayeran siempre en las mismas fechas, la cosa tendría un poco más de lógica, e incluso, la más elemental prudencia aconsejaría celebrarlas en diferido (como debería hacerse con el Carnaval: es muy triste ver a los barceloneses medio desnudos en pleno febrero, intentando bailar como si fuesen brasileños mientras se les congela la sonrisa). Pero la Semana Santa cambia de días cada año y el resultado es siempre el mismo: Iker, tenemos un problema y tú no haces el más mínimo esfuerzo por resolvérnoslo.
Recuerdo las Semanas Santas de mi infancia como algunos de los días más tristes del año. Encerrado en casa, viendo por enésima vez Quo Vadis o Ben Hur, tragándome procesiones por televisión (tardé algunos años en enterarme de que los nazarenos no eran el capítulo andaluz del Ku Klux Klan) y oyendo la lluvia de fondo. Tampoco se podía ir al cine, pues las salas o chapaban o proyectaban exclusivamente piezas de historia sagrada. Más adelante, cuando mis padres adquirieron el inevitable apartamento en la costa (del Maresme, en este caso), la tortura se trasladaba a cuarenta kilómetros de la ciudad, donde nos esperaba el mal tiempo de costumbre que tanto exasperaba a mi padre porque no podía ir a la playa y, como solía decir el buen hombre, “Es para cagarse en todo lo cagable”. Evidentemente, a la hora de volver a Barcelona, al trabajo y al colegio, brillaba un sol resplandeciente.
Por si estas desgracias no fueran suficientes, en mi familia se respetaban ciertas costumbres cristianas, aunque mi progenitor, pese a ser muy de derechas, ejercía de comecuras. Costumbres absurdas como la de no poder comer carne en determinados días (un mini Ramadán) porque, al parecer, Jesucristo se ofendía si lo hacías. O la de salir a la calle para un aburrimiento sideral conocido como “visitar monumentos” y que consistía en marcarse una tournée por cuatro o cinco iglesias cercanas y echar un Padrenuestro en cada una de ellas. O la de albergar durante unas cuantas jornadas alguna imagen religiosa que una vecina pía le había endilgado a mi abuela…Supongo que, exceptuando a los true believers, estas monsergas han pasado a mejor vida, suavizando un poco el ambiente severo y deprimente que imperaba en las fiestas de mi infancia, pero el clima sigue igual que entonces y da la impresión de que piensa seguir así por los siglos de los siglos.
Cada año me enfrento al enigma climático de la Semana Santa, que sigue siendo indescifrable para mí: haz algo, Iker, que ya tardas.