Dentro de pocas semanas empezará a circular por Barcelona un coche dotado de cámaras con la misión de detectar -y en una segunda fase sancionar- a los vehículos que okupen indebidamente el carril bus. ¡Por fin alguien se da cuenta de que el espacio público debe ser defendido de los desaprensivos que se lo apropian! Pero el uso y abuso de estos viales es sólo una parte mínima, aunque importante, de la okupación de lo público que no tiene quien lo defienda. Hay montones de normas para ello, pero las autoridades no parecen sentirse concernidas. Algunos particulares, todo sea dicho, tampoco.

La noticia coincide con el informe sobre los problemas detectados en la ciudad tras un proceso de participación ciudadana. Un breve resumen de los asuntos que más quejas provocan: la okupación de las aceras por motos estacionadas, algunas casi a perpetuidad; la utilización de ese mismo espacio por bicicletas y patinetes; la dispersión de mesas de bares sobre un área que crece y decrece en función de la demanda, al margen de la declarada al consistorio; la suciedad, provocada por los propios ciudadanos, que arrojan al suelo colillas y papeles y permiten, sin luego limpiar nada, que sirva de aliviadero a sus mascotas; las pintadas aquí y allá, horrorosas y alejadas de cualquier cosa que se parezca al arte. Todas estas actuaciones tienen algo en común: algunos barceloneses utilizan el espacio común como si fuera de su exclusiva propiedad.

Hay ya previstas denuncias y sanciones para estos comportamientos claramente incívicos, pero entre las quejas ciudadanas del proceso de participación, una que no tiene desperdicio: la ciudadanía tiene el convencimiento de que no se sanciona lo suficiente y, si se hace, apenas se cobran las multas.

Resultado: Barcelona es una ciudad libertaria. Cada uno hace lo que quiere, donde quiere y cuando quiere. Con la bendición municipal.

Hace algunos años, un ciudadano británico llegó a Barcelona el mismo día que uno de sus equipos de fútbol regresaba de ganar un partido de los muchos que juega y que hacen historia al menos una vez al mes. Pilló un taxi en el aeropuerto y se dirigió al centro. Hizo el viaje sorprendido y admirado. La Gran Via estaba llena de vehículos ocupados por gente que volvía de aclamar a sus “héroes”. El carril bus, sin embargo, permanecía absolutamente libre. Una muestra de civismo hoy impensable. Poco a poco, los diversos consistorios han ido permitiendo su okupación por motos, furgonetas y cualquiera que quiera utilizarlo. Igual que ocurre con las aceras y con lo público en general.

Siempre pierde el mismo: el peatón en sus diferentes versiones: el anciano, los niños, las personas que llevan cochecitos de bebé o carritos de la compra, el turista que arrastra una maleta, quienes tienen dificultades para moverse y necesitan sillas de ruedas o un bastón blanco porque no ven, quien simplemente pretende pasear o desplazarse a pie de un lado a otro.

Los okupas de viviendas tienen, las más de las veces, un propietario que tarde o temprano reclama el uso de una propiedad, que es privada. Los okupas del espacio público, en cambio, actúan impunemente porque nadie defiende lo común. Ni siquiera los comunes durante sus ocho años de gobierno.

Ahora Collboni anuncia una primera medida (el coche con cámaras) para defender el derecho de quienes emplean el transporte público (para eso sirve el carril bus) y sugiere que también pondrá coto a otros abusos. La mera intención merece un voto de confianza, aunque seguro que le lloverán las críticas, incluso desde una izquierda que lleva años denunciando como represión lo que no es más que la defensa de lo que es de todos. Luego, cuando la situación se pudre, aparece un espadón de extrema derecha y hay quien, por desesperación, le aplaude. Es esa misma izquierda que dice que todo lo resolverá la educación. Y es cierto, la educación es uno de los medios para mejorar las cosas, pero a medio y largo plazo. Y quien se sube al autobús quisiera llegar a su hora, de ser posible, el mismo día.