Los miembros del patronato de la Sagrada Familia son como los Blues Brothers: están en una misión de Dios. Se supone que ese templo a cuya construcción he asistido desde la más tierna infancia estará terminado para el año 2026, pero a sus impulsores les parece que la conclusión de las obras será solo aparente si no se culmina con la llamada Escalinata de la Gloria, que obligaría a derribar cuatro manzanas del Eixample, dejando en la calle a un número considerable de inquilinos a los que, tras años de amargarles la vida con las obras y los turistas que invaden la zona, se pretende ahora expulsar de sus domicilios por el bien del Señor y de Antoni Gaudí.
No detecto mucha preocupación entre los creyentes del patronato por el destino de toda esa gente de la que pretenden deshacerse para que su edificio del alma cuente con su propio broche de oro. Eso sí, si se salen con la suya, harán realidad la definición de la Sagrada Familia patentada por el difunto arquitecto Oriol Bohigas, quien la describió como un vómito del catolicismo.
Supongo que nuestros true believers pretenden ser fieles al espíritu de Gaudí y acabar las cosas como a él le hubiera gustado, pero eso es algo bastante difícil de conseguir si tenemos en cuenta que el glorioso arquitecto trabajaba sin planos y que, cuando lo atropelló el tranvía, el templo estaba probablemente en su cabeza, pero en ningún sitio más. Así pues, me temo que todo lo construido desde entonces a paso de tortuga se ha basado más en la fe que en la arquitectura gaudiniana, con lo que tal vez habría sido mejor seguir el consejo de Salvador Dalí, quien abogaba por cubrir con una campana de cristal lo edificado en vida de Gaudí y olvidarnos todos de intentar enmendarle la plana.
Si de mí dependiera, les vendería la Sagrada Familia a los japoneses y ampliaría convenientemente el parque de la zona, pero me temo que eso nunca ha entrado en los planes de los súper creyentes del patronato, que parecen convencidos de que el destino de Barcelona es convertirse en una ciudad a una iglesia pegada.
Curiosamente, los señores del patronato nunca han levantado la voz ante las múltiples atrocidades perpetradas con el templo de Gaudí a lo largo de los años. Cada vez que paso por delante, yo la encuentro más fea y más monstruosa. Cada nuevo añadido supera en fealdad hortera a la anterior, hasta el punto de que el templo cada día me recuerda más a una posible reconstrucción de Las Vegas, como la falsa torre Eiffel donde cené tras mi boda en septiembre del 2005 o el hotel Venetian, por cuyos canales me di un garbeo en góndola con mi novia. Entre los añadidos más espantosos, yo diría que brillan con luz propia todos los que perpetró el escultor Subirachs a partir de la década de los noventa, cuando Jordi Pujol lo convirtió en el artista oficial del régimen y le dio vía libre para fabricar sus famosas estatuas tiesas y encarcarades.
Recuerdo que, en esa época, se constituyó una especie de Resistance local que intentó sacar al pobre Subirachs de la Sagrada Familia para impedir que siguiera afeándola a conciencia. No se logró nada y aquello se llenó de ángeles retorcidos que no sé yo si habrían sido del gusto de Gaudí. Les siguieron estrellas como de centro comercial con cierto parecido a bolas plateadas de discoteca y otros espantos que les ahorro. Hasta el punto de que ya no se sabe lo que es la Sagrada Familia. Se supone que un templo expiatorio, pero también podría ser una discoteca retro futurista, a tenor de los visitantes (frecuentemente en pantalón corto) que deambulan por ella mirando hacia arriba con expresión de pasmo.
Cuestiones estéticas aparte, me preocupa, desde un punto de vista moral, el escaso interés que parecen sentir los señores del patronato por el destino de todos esos vecinos a los que les quieren demoler las casas. Creo que los posibles afectados por el último vómito del catolicismo son unos 4000, que no me parece un número menor. Y la cosa podría disculparse si a cambio nos dieran a todos los barceloneses una obra maestra de la que estar orgullosos, lo que no es el caso, ya que la cosa ha acabado convertida en una enorme y monstruosa mona de Pascua de la que solo se salva lo que ideó Gaudí. ¿Estamos a tiempo de cargarnos a martillazos los angelotes de Subirachs, las estrellas discotequeras y todos los atentados estéticos de los últimos cincuenta años? Lo ignoro, pero lo único que tengo claro es que el señor alcalde, sea quien sea y pertenezca al partido que pertenezca, debería pararles los pies a esos señores del patronato empeñados en convertir nuestra ciudad en un apósito de un edificio echado a perder y convertido en una obsesión mística.