Resulta curioso que, tal como está el patio en el mundo (de mal), nuestros gobiernos tengan como una de sus prioridades hacerle la vida imposible al fumador (sí, ya sabemos que el tabaco es malo para la salud). Los ingleses se han sacado de la manga una ley que impedirá vender cigarrillos a todos los nacidos después de 2008, en vistas a crear nuevas generaciones de no fumadores. Eso sucede en el país de Winston Churchill, como ha tenido a bien recordarnos Boris Johnson, que se ha tomado la nueva ley como una muestra de escaso patriotismo. La idea tiene un punto totalitario (la vieja manía de salvar a la gente de sí misma) y, además, dudo que obtenga los resultados apetecidos: nada estimula más a la juventud que las prohibiciones, así que lo más probable es que sean legión los chavales que se pasen por el forro la ley o se interesen por una sustancia que se la traía al pairo y acaben haciéndose con paquetes de tabaco adquiridos por alguien mayor que ellos. A fin de cuentas, la guerra de las drogas no se ganará nunca recurriendo exclusivamente a su condición de ilegalidad.
Como era de prever, el gobierno catalán ha encontrado muy razonable la ley británica de marras y ya piensa en cómo implementarla (el gobierno español no la ve tan clara). De hecho, la elección del fumador como chivo expiatorio hace tiempo que se tomó en Barcelona, Catalunya y España. Es como si, a falta de poner orden en otros temas más preocupantes (los sueldos, la vivienda, la atención médica), prefiriéramos centrarnos en asuntos que solo afectan a la cuarta parte de la población. Es evidente que lo de antes (fumar en todas partes y a todas horas) era un abuso y un sindiós, pero lo de ahora empieza a rondar el acoso. Por no hablar de la manera chapucera en que se abordó en un principio la eliminación del humo en los lugares públicos (léase bares, restaurantes, discotecas y demás). Como ustedes recordarán, primero los dueños de bares tuvieron que crear en sus establecimientos una zona de fumadores y otra de no fumadores. Una vez se hubieron dejado la pasta necesaria para las reformas, se les informó de que nos lo habíamos pensado mejor y que todo el bar debería estar exento de humo.
El fumador, pues, fue desterrado a las terrazas, tanto si hacía un sol de justicia como si llovía a cántaros y hacía un frío pelón. Ahora se habla de no dejar fumar en las terrazas, algo que ya me ocurrió hace años en Nueva York, donde, si querías echar un pitillito, tenías que abandonar la mesa, apoyarte en el árbol más cercano y hablar a gritos con tus contertulios. También se comenta la posibilidad de impedir fumar en las playas, lugares tradicionalmente al aire libre (a no ser que estés en la de Benidorm, donde tienes gente a veinte centímetros de tus narices). Y, last but not least, hay quien quiere extender la prohibición a tu propio vehículo, lo cual ya me parece una intromisión intolerable. Vamos a ver, yo, en mi coche (que no tengo, ni tampoco carné de conducir, pero ustedes ya me entienden) puedo hacer lo que me de la gana, que para algo es mío. Si me apetece hacérmelo todo encima, es cosa mía, que ya correré yo con los gastos de limpieza del asiento. Vale, si hay niños o gente que le molesta el humo, te aguantas y ya fumarás cuando puedas. Pero si estás solo y atrapado en un atasco, por ejemplo, nadie debería prohibirte que te des una alegría de las que calman los nervios.
Estas ideas han ido acompañadas desde hace tiempo de un proceso de afeamiento y terror en las cajetillas, cuyos diseños, a veces brillantes (pensemos en el del gran Raymond Loewy para Lucky Strike) se han visto alterados por frases amenazantes y fotos de moribundos, lo cual, además de un atentado a la estética, resulta inútil como medida de coerción: la gente compra pitilleras o llega un momento que ya ni ve la foto del canceroso de turno. A un nivel más profundo, la cosa muestra fisuras éticas, pues no hay que olvidar que la mayoría del dinero recaudado con la venta de tabaco se va en impuestos llamados a llenar las arcas del estado. Es como si el camello, cada vez que vas a comprarle farlopa, te dijera que es muy mala para la salud y que deberías dejarla, pero te pasara la mercancía y te cobrara un pastón.
Todos sabemos que el tabaco no le hace ningún favor a tu salud, pero cada ciudadano debería poder elegir su propia manera de morirse. Se quejan los moralistas de que los fumadores incrementan el gasto médico, pero casi todos ellos se han pasado la vida pagando impuestos para ser atendidos por la seguridad social. ¿Qué tenemos que hacer con los fumadores? ¿Excluirlos de las prestaciones médicas porque les consideramos unos inconscientes con tendencias suicidas?
Si se traga con las terrazas, las playas y los coches, luego vendrán las calles. Los gobiernos se aprovechan del complejo de culpa que distingue al fumador, pero éste es un ser humano con derechos, incluido el de jorobarse la salud. ¿No sería más urgente encontrar algún equilibrio entre sueldos y alquileres, por ejemplo? Igual sí, pero debe ser más complicado que amargarles la vida a los pobres desgraciados que no se desenganchan del fumeque, a los que primero se echa de los bares, luego de las terrazas, después de las playas y de su propio vehículo y un día de éstos sabe Dios de dónde más. ¿Qué se hizo de la solidaridad y la compasión?