Hace algunos años, siendo alcalde de Barcelona, Joan Clos visitó París. Una tarde, paseando por el Marais, barrio recuperado para la ciudad tras potentes inversiones, comentó a sus compañeros de viaje: “Esto es exactamente lo que no queremos para Barcelona”. ¿Por qué? El Marais aglutina servicios, oficinas, comercio e incluso oferta cultural como el Museo Picasso, pero apenas viviendas, de modo que, al caer el sol, las calles se desertizan. Frente a ello, Clos defendía una Barcelona de mezcla en la que hubiera servicios y vivienda, de modo que la vida se mantuviera durante las 24 horas del día, los siete días de la semana. Porque una ciudad es su pálpito, que no tiene que ser necesariamente estentóreo. Buena parte del insoportable bullicio que se produce en zonas como Gràcia o Enric Granados se debe a la concentración de locales de ocio que multiplican el número de consumidores no residentes.
Hasta que el turismo empezó a desmochar los distritos centrales, y luego a expandirse a la periferia, el modelo de Barcelona era la mezcla total: de usos y de habitantes. De hecho, es una de las ciudades europeas con mayor interrelación entre sus gentes. Una mezcla potenciada por las escasas dimensiones territoriales de la ciudad. Pero el turismo está desmontando el proyecto sin que, de momento, las autoridades hayan sabido corregir los excesos que se derivan de un número de visitantes que excede la capacidad de los servicios, incluyendo, como se puede comprobar en el actual episodio de sequía, el agua.
No se trata de exaltar el espíritu xenófobo que traducen pintadas como “Tourist go home”. Después de todo, un día u otro, todo el mundo hace turismo. Hay, incluso, un turismo que se realiza en la propia ciudad, privilegiando el centro que es, como dicen los urbanistas, el lugar donde es más probable encontrarse con alguien. También con mayor oferta. Un centro que no tiene por qué ser el previsto. Cerdà pensó que sería la plaza de Les Glòries, pero el crecimiento de Barcelona hacia el Llobregat antes que hacia el Besòs quebró esta pretensión.
En cualquier caso, esos movimientos fueron motivados por la afluencia de población procedente de otras partes de Catalunya y España que acudía a Barcelona para instalarse en ella y buscaba vivienda próxima a los nuevos lugares de trabajo. El crecimiento de Barcelona hoy no tiene como motor a los barceloneses, de origen o adopción, sino un colectivo numeroso de visitantes efímeros, interesados en la foto fija de la ciudad cuando ellos la pisan, pero indiferentes a su evolución posterior.
Hace unos días, en este mismo medio, el historiador Josep Burgaya comentaba en una entrevista de Manel Manchón las consecuencias, bastante indeseables, del turismo sobre Barcelona. Señalaba que cuando un barrio pierde su identidad y funciones, y expulsa a sus residentes, ya no se recupera. Además, el empleo que genera el turismo es de baja calidad.
Pero hay más. El turista de hoy ya no lleva consigo el espíritu aventurero de quien quiere conocer lo diferente. Los viajeros del XIX propiciaron la recuperación de elementos de la historia que los lugareños apenas apreciaban, sobre todo cuando había preocupaciones más urgentes. Y el viaje formaba parte de la aventura. En el caso de España, nunca mejor dicho. Dos autores, ambos ingleses, han dejado escritas sus impresiones de turista en el XIX: Richard Ford y George Borrow. El segundo se pateó el territorio pretendiendo vender biblias en un país en el que no la leían ni los clérigos. El primero fue anotando cuanto le llamaba la atención.
Quizás no tengan la altura de los viajes a Italia de Goethe o Stendhal, pero son libros excelentes en los que la descripción de lo nuevo a sus ojos se coteja siempre con la memoria de lo vivido, lo que establece la diferencia. Queden algunas anotaciones de Ford sobre Barcelona. “Desde la muerte de este rey (Felipe IV) Barcelona se ha puesto a la cabeza de todas las insurrecciones contra cualquier autoridad establecida”, ya que “el populacho bajo estaba siempre dispuesto, sobre todo en el barrio de San Jaime, a levantar la bandera de la rebelión”. Sin embargo, “el comercio y la libertad, que de ordinario sirven para educar a la humanidad, no han conseguido nunca eliminar sus supersticiones: y así vemos que sólo Barcelona tenía en 1788, 82 iglesias, 19 conventos de frailes y 18 de monjas, además de oratorios”, sin embargo, esos “fieros republicanos rebeldes al cetro” que son en su opinión los barceloneses, “siempre han inclinado la cerviz ante la cogulla y el báculo”. Lo sabe bien la derecha independentista. Republicana, pero meapilas.