Les confieso que en más de una ocasión no sé qué decirles. No sufro del síndrome del

papel en blanco, pero sí que borro mucho. Esta mañana me he despertado pensando en esta columna, he desayunado sin quitármela de la cabeza, me he duchado y afeitado dándole vueltas a varias ideas y finalmente, un poco mosca porque no me decidía por ninguna, he salido a la calle a dar una vuelta por Barcelona, para ver si me inspiraba.

Una amiga me dijo una vez que Barcelona es una ciudad en la que, a la vuelta de cualquier esquina, puedes oler el mar. A no ser que tengas cerca una pescadería, eso pasa en pocos barrios, pero es bien cierto que la presencia del mar nos ha hecho como somos. El mar siempre está ahí, siempre ha estado ahí, aunque en los años ochenta del siglo pasado, se decía que Barcelona se había abierto al mar. Decían que había vivido demasiado tiempo de espaldas al Mediterráneo. Eran frases hechas, recién abierto el Moll de la Fusta.

Mis recuerdos infantiles me llevan con frecuencia al Museo Marítimo, que hoy es Museu Marítim. Ha cambiado mucho desde entonces, algo más que el nombre, pero no me quito de la cabeza la fascinación por las maquetas de barcos o los cuadros de señores con barba y patillas de campeonato que habían sido capitanes de navío mucho antes de nacer yo, o mi padre, que es hace mucho tiempo. En casa guardábamos el catalejo de uno de esos egregios caballeros, uno que había burlado el cerco de la U.S. Navy en Cuba, en el 98. Era un pariente porque se había casado con una tía de mi padre, o algo así. Siempre pasábamos a saludarlo, aunque el caballero, por lo que me contaron, un día dijo que se iba a por tabaco y no volvió. Se dejó el catalejo, eso sí, que todavía conservo. Según contaba mi padre, tuvo sobradas razones para embarcarse en el primer vapor que lo llevara de vuelta a Cuba. Como era un niño, me interesaba más por el vapor que por la mujer del viejo capitán. Hoy no sabría decirles qué razones fueron, exactamente, las que invitaron al viejo capitán a salir a por tabaco.

Ese puerto hizo de Barcelona tanto astillero de galeras como puerta de entrada al gas natural en España, en 1968. Fue capital de un departamento francés bajo el reinado de Napoleón I, emperador. Eso sí, salías de Barcelona y ya en Sarrià estabas a merced de quienes defendían a Fernando VII como legítimo rey de España y los somatenes de curas y barretinas. El mar hizo de Barcelona un refugio liberal rodeado de carlistas, como hace hoy de la metrópoli un escenario político ajeno al del resto de Cataluña. Barcelona miraba a Francia y los jovencitos burgueses se iban a París de juerga. Por estudios, decían, pero regresaban cargados de las llamadas postales parisinas. No en vano pusimos la primera piedra del Palau de la Música el mismo año que se creó la primera productora cinematográfica española especializada en el cinematógrafo erótico, unas calles más allá. Barcelona tuvo también el primer servicio de ferrocarril español y la primera emisora de radio, EAJ-1, Radio Barcelona.

Su situación estratégica también nos convirtió en plaza fuerte en 1714. Siglo y medio más tarde, la adopción de los cañones de acero Krupp y Armstrong convirtieron las murallas en algo obsoleto y se derribaron, dando lugar al Plan del Ensanche de Barcelona de don Ildefonso Cerdá, autorizado por el Ministerio de Fomento, que hoy escribimos Ildefons Cerdà, Eixample y Madrid. Nos libramos, de paso, de periódicas epidemias de cólera, tifus y otras lindezas por el estilo. De ahí el higienismo de don Ildefonso, por cierto.

Fue entonces cuando se sentaron las bases de una Barcelona moderna y cosmopolita, que se alimentó de gentes venidas del campo y luego, de otros países. Eso hizo posible el boom económico que coincidió con el Modernismo y el boom económico durante el franquismo, como también el boom literario que hizo de Barcelona la capital literaria de la lengua española. Los booms económicos trajeron consigo brotes de racismo y supremacismo que todavía colean; el boom literario nos permitió comprobar que los escritores y editores en lengua catalana y española pueden irse de copas y emborracharse juntos la mar de bien y tan contentos. Lamentablemente, esto segundo se ha perdido y el mundo del libro ya no es el que era.

Y creo que, sin querer, me ha salido una columna.