Estos días se celebra en Madrid el tercer juicio contra Rodrigo Rato, el llamado padre del llamado milagro económico español durante la presidencia de José María Aznar, y director gerente del FMI.
La fiscalía anticorrupción le pide 63 años de prisión y más de 42 millones de multa por 11 delitos. El relato de la acusación pone sobre la mesa una avaricia propia de la novela picaresca, nuestra gran aportación a la literatura mundial.
Cuando dirigía el FMI, Rato presentaba la declaración de la renta en España, y le salía a devolver. Dice que se equivocó todos esos años porque en realidad tenía residencia fiscal en Washington, aunque no consta que tributara en Estados Unidos. Explicaciones sorprendentes, sobre todo en un hombre con su trayectoria profesional, rico y procedente de la alta burguesía asturiana.
Cuando disfrutaba de la tarjeta ilegal, llamada black, de Cajamadrid, primero, y de Bankia, después, hizo gala de una rapacidad insaciable. No solo pasaba cuentas de restaurantes, hoteles y viajes, sino de farmacias, whiskerías, regalos de Navidad y compras en ferreterías; incluso retiraba dinero en efectivo a razón de 1.000 euros por reintegro.
Leyendo el relato de la fiscal es imposible no acordarse de Fèlix Millet, aquel presidente del Palau de la Música que procedía también de la alta burguesía, digno de aparecer en Historia y vida del Buscón, y que terminó sus días con el apodo de El saqueador confeso. Tampoco le gustaba rascarse el bolsillo, ni siquiera para abastecer su casa; también cargaba al Palau las facturas del supermercado, incluido el papel higiénico.
Una de las diferencias entre ambos personajes es que Millet, que llegó a robar 33 millones de euros al Palau, lo hacía confiado en la protección de CiU. No en vano, su botín era distraído de la enrevesada contabilidad que ocultaba las comisiones de grandes empresas por las contratas que recibían de la Generalitat y que vehiculaba la institución bajo la apariencia de donaciones.
Rato acumuló su fortuna de forma individual a partir, según dice, de una herencia que su padre le dejó en el extranjero, exactamente como Jordi Pujol. En sus negocios no intervino el PP, aunque es cierto que llegó a la cúpula de Cajamadrid por deseo de Mariano Rajoy, que así apartaba del tablero a uno de los que también habían pretendido heredar la presidencia del PP.
La otra diferencia es que Millet aceptó los hechos bajando la cabeza, con humildad y aparentemente avergonzado. Como cuando confesó que había cobrado la mitad de los banquetes de las bodas de sus dos hijas en el Palau a los consuegros pese a que todo había corrido a cargo de la institución. Rato, por el contrario, saca pecho: le dice a la fiscal que no le merece respeto y se pregunta “de dónde sale esa gente” para referirse a los investigadores que han aportado las pruebas de la causa.
El que más tiene no es el que más gana, sino el que menos gasta, reza el lema del miserable que une a estos personajes tan españoles como mezquinos.