Tengo la impresión de que, desde que la desalojaron de la alcaldía de Barcelona, Ada Colau está que trina y parece haber incrementado su consumo de Almax de una manera exponencial. Su tiempo ha pasado, pero, en vez de buscarse la vida a nivel nacional (con su amiga Yoli Sonrisas) o internacional (podría haber optado a un carguito de ámbito europeo), sigue en Barcelona y dedicada, básicamente, a intentar hacerle la puñeta a Jaume Collboni, como si no hubiese tenido bastante con echarle del ayuntamiento hace unos años por el presunto apoyo del actual alcalde a la aplicación del 155 (humillación de la que yo diría que Collboni tomó buena nota de cara al futuro). Lejos de practicar el borrón y cuenta nueva, Ada ha optado por instalarse en el rencor y contribuir en la medida de sus posibilidades a amargarle la vida a su sucesor. Y si puede hacer sentir su presencia fuera de Barcelona, lo hace: véase la designación de su fiel Eloi Badia para la candidatura gerundense de los comunes. Teniendo en cuenta que Badia consiguió cabrear a prácticamente todo el mundo desde el ayuntamiento de nuestra querida ciudad, lo de enviarlo a Girona recuerda poderosamente al concepto abertzale de socialización del sufrimiento.

Y, mientras tanto, los problemas de Ada con la justicia continúan: los jueces ya se le han cargado tres super illes (principal idea de bombero de su administración) y siguen interesados por todas esas ONG a las que el ayuntamiento de los comunes regaba con dinero público en una maniobra que sonaba poderosamente a nepotismo (sobre todo porque las solían controlar amigos de la entonces alcaldesa o, directamente, cuadros de los comunes). La práctica del despotismo (no especialmente) ilustrado fue de uso común durante los años en que Colau estuvo al frente del consistorio, y algún día tenía que llegar el momento de pasar revista judicialmente a sus excesos, cometidos todos ellos en beneficio del ciudadano, como es del dominio público, ya que Ada y los suyos siempre sabían mejor que nosotros qué era lo que más nos convenía.

Yo creo que Madrid o Bruselas eran los destinos naturales de alguien que había caído ligeramente en desgracia entre sus conciudadanos, pero Ada ha optado por eso tan español de morir matando y hacerse notar, como demuestra su costumbre de colarse en todos los mítines de Jessica Albiach para que no se le olvide a la gente que ella es la responsable del invento comunitario. Como no parece que vaya a volver a comandar el ayuntamiento en un futuro próximo, lo normal, puestos a salvar los muebles, sería aspirar a un gobierno de coalición en la nueva Generalitat en el que los comunes pudieran pillar cacho, pero la hostilidad que muestra hacia el PSC, Illa y, sobre todo, Collboni no me parece la mejor manera de colarse en un posible tripartito.

Lo cierto es que no sé qué pretende Ada Colau. Hasta ahora lo tenía más o menos claro: salvarnos de nosotros mismos mientras iba colocando a los amigos en puestos de responsabilidad. Pero sus aspiraciones actuales son un misterio para mí. La realidad la va arrinconando y ella, lejos de buscar pastos más fértiles para su demagogia, insiste en seguir liando la troca en su ciudad natal, mientras la justicia le tritura sus epifanías arquitectónicas y mete la nariz en las ONG de sus entretelas. De jefa de Collboni a mosca cojonera del actual alcalde de Barcelona. Creo yo que no le habría costado mucho trabajarse (según ella, no le faltaban ofertas) un ministerio o una subsecretaría en Madrid, o un carguito en la Unión Europea, o un cargazo en alguna asociación internacional de alcaldes progresistas, a cuyas reuniones asistía con regularidad y era acogida como un puntal de la nueva izquierda municipal.

En vez de eso, aquí sigue. Cada vez más demediada e irrelevante, pero poniendo cara de que de Barcelona no la echa ni Dios. Cabe la posibilidad de que los cargos en España o en Europa fuesen una fantasía que nos hizo creer y que su futuro termine en nuestra ciudad. Pero, por su bien, necesitaría reinventarse un poco si no quiere acabar convirtiéndose en una especie de huésped que alarga irritantemente su estancia y se niega a aceptar que ya va siendo hora de dejar de pegar la gorra.