Barcelona empieza a ser conocida en el mundo como la ciudad de los Xavi. No confundir con los Javi, creadores de productos audiovisuales. No. Los Xavi que abundan en la capital de Catalunya y sus alrededores son los que, cuando pierden algo, dicen que se van y al día siguiente se corrigen y anuncian que se quedan.

El primer Xavi, casi el inventor del truco que imita el evangélico “ahora me veis y luego no me veréis y luego me volveréis a ver”, es un Xavi auténtico: Xavier Trias. Desde aquel “que us bombin”, que prometía una retirada inminente, han pasado meses y meses. Y ahí sigue porque se lo debe pedir, como a las folclóricas, su público  -al que tanto quiere y que tanto lo quiere-. Aunque hay quien sostiene que no se va para evitar una guerra cainita entre sus compañeros de lista por ver quién le sustituye como cabeza de cartel.

Después de Xavier Trías llegó la espantada de Xavi Hernández, que es quien ha acabado dando nombre a la técnica del “ahora me voy, ahora me quedo”. Lo suyo es de mucho mérito, porque por el medio el equipo de fútbol no ha ido ni a mejor ni a peor. Como si su influencia fuera indetectable. Entre sus logros está el vender no ganar nada como una gran hazaña, eso sí, aplicando el viejo esquema del nacionalismo de acusar a los otros de los propios males.

Si Trias o Xavi (el auténtico) hubieran patentado el invento, tal vez hubieran podido pedirle derechos de autor a Pedro Sánchez, porque su jesuítico retiro espiritual se parece mucho al método Xavi de amagar con irse para que alguien te pida que no lo hagas.

Claro que a Pedro Sánchez se lo pidieron los militantes y a Xavi solo se lo ha sugerido Joan Laporta y no todos los días. Lo hace cuando recuerda que en la caja ya no hay ni un euro para fichar a otro entrenador. Si hay que endeudarse, que sea para comprar algún jugador que busque prejubilarse en Barcelona. ¿Qué han entrado jugadores del filial? Sí, porque cobran mucho menos y así se compensan los sueldos de las viejas glorias.

Todas las buenas ideas tienen imitadores, de modo que ahora, a un ritmo vertiginoso, hasta tres políticos catalanes han anunciado que se van o se irán en algún momento. Carles Puigdemont, Pere Aragonés y Oriol Junqueras. Dicho sea de paso: hay quien sostiene que el futuro empezará cuando se vayan los tres.

Puigdemont amenazó con irse antes de las elecciones. Si no salía elegido presidente, lo dejaba. Para evitarlo se ha inventado que no ha ganado, pero no ha perdido, aunque no convence más que a los convencidos. Estos días ha recibido dos mensajes muy claros recordándole la conveniencia de largarse: uno de la patronal catalana (Foment y el Círculo de Economía) y otro de la familia Pujol, que siempre ha sido una buena representante de esas patronales. Además, le han dicho que, de paso, se lleve a Laura Borràs, de profesión funcionaria del Estado.

Aragonés también ha dimitido, pero su dimisión no tiene fecha de caducidad. De momento es presidente en funciones y anda maniobrando en la sombra para que haya nueva convocatoria electoral, lo que le daría para casi medio año más en el cargo. Es una forma muy curiosa de dimitir y, sin embargo, la única que cabe tomarse en serio, aunque sea a plazos.

Lo de Junqueras es de nota. En los carteles electorales de las autonómicas figuraba su rostro, pese a que él no se presentaba. Se suponía que con ello avalaba a los candidatos y los impulsaba al éxito o, al menos, a evitar el fracaso. Los ha acabado empujando hacia el abismo. Y no solo no dimite (o lo hace con la boca pequeña) sino que se postula para seguir enredando, con una gira por la ruralía carlista, visto que en el área metropolitana tiene poco que hacer. Quiere seguir dirigiendo un partido que, con él al frente, nunca ha ganado unas elecciones. Cuando en 2011 consiguió la alcaldía de Sant Vicenç dels Horts, la formación más votada había sido CiU.

En el pasado, Felipe II decidió instalar la capital de las Españas en Madrid, contra los consejos de su padre, que le sugirió hacerlo en Toledo o Lisboa. Debería haber elegido Barcelona, la mejor ciudad del mundo, para vender que la derrota de la armada invencible era un gran éxito y que si se perdió la batalla (o la liga o las elecciones) fue por culpa de las olas del mar. Y es que ¡pobre! Él no podía decir que todo era culpa de Madrid. Hasta la pasividad de los Mossos vigilando Rodalies (es un decir) es culpa hoy de los madrileños y de los elementos. La pena es que los Mossos, al menos de momento, no pueden marcarse un Xavi.