Las ciudades y regiones que avanzan lo hacen si cuentan con proyectos -pequeños o grandes- que hacen ganar a la mayoría. Una tienda prospera si da servicio que la gente aprecie, y una infraestructura, o una atracción turística, tendrán sentido si la gente las usa, o si es visitada y genera actividad a su alrededor.
Parece extraño escribir sobre lo obvio, pero es evidente que uno de los motivos que han hecho penetrar el llamado efecto nimby (not in my back yard) es precisamente que determinados proyectos hayan sido percibidos como un beneficio sólo para unos pocos, pero no para la mayoría. De ahí que en el debate público se esté cuestionando permanentemente que determinadas inversiones sean necesarias. ¿A quién benefician? ¿Qué males conllevan? ¿Son más los males que los beneficios?
Por esa razón las ciudades aprueban moratorias o negocian con promotores más beneficios para la comunidad. Y por esa razón determinadas regulaciones tratan de poner freno a según qué tipo de negocios que conllevan unas externalidades que empeoran al fin la calidad de vida de los ciudadanos. Hay muchos casos de todo ello, desde la proliferación de parques solares hasta los proyectos de movilidad compartida, los pisos turísticos o los grandes centros comerciales.
Hemos visto como en todos esos casos la Administración y el mercado han aparecido para que su digestión fuera más amable, aunque aún estamos en proceso de maduración de algunas problemáticas que no se han atajado cómo debería, quizás porque hay novedades que no se pueden parar, ni controlar suficientemente, o que el tiempo va poniendo en su lugar. Las inversiones, las novedades, necesitan ciclos para ser aceptadas, para que se adapten a un estilo de vida, o para que se integren en un paisaje urbano.
Todo ello ocurre mientras proliferan otro tipo de negocios, menos llamativos pero que también tienen su impacto en la morfología del comercio de proximidad de muchos barrios. Negocios que surgen como setas, que parecen esquivar la lógica de los costes y los ingresos necesarios para mantenerse, y que se multiplican sin razón aparente. Uno se pregunta si en el país de los calvos hacen falta tantas barberías, o si en el país donde las familias se pelean para que los niños coman fruta hacen falta tantas fruterías. Sea como sea, ahí están desafiando las leyes del mercado, como lo hacen otro tipo de negocios puramente financieros, inmobiliarios, donde lo menos importante es si se venden empanadas argentinas o se arreglan dentaduras porque su finalidad es crecer en volumen para revenderse de fondo a fondo y a escala transnacional. De vez en cuando estas últimas fracasan y tras ellas pierden quienes han invertido en un autoempleo, o han pagado por un servicio que deja de prestarse.
El tiempo dirá y pondrá en su lugar a todo este tipo de negocios globales con apariencia de proximidad. Los comercios que abren, o bien son regentados por extranjeros, o bien pertenecen a grandes cadenas con fondos de inversión detrás. Y los que cierran son los que conocíamos y tenían un apellido reconocible. Y no hay término medio.
Las comunidades extranjeras están organizadas y tienen vínculos con las administraciones y los gobernantes para negocios absolutamente legales y respetables. Pero el efecto nimby que provocan los grandes proyectos, o de más perímetro, trasladado a los pequeños negocios genera otro tipo de efecto, indeseado, que se puede vincular a un racismo de baja intensidad, o a un rechazo a que un barrio se transforme de un modo irreconocible para quienes han vivido en él toda la vida. El deber de la Administración es explicarse, ser transparente y dejar claro que todo el mundo vive bajo unas mismas reglas. El derecho a tener negocios no se puede poner en duda, y la motivación de los extranjeros por conseguir un visado, o un permiso de residencia están detrás de sus ganas de su emprendimiento. Hasta ahí la lógica que puede atajar un bulo, pero en época de desinformación generalizada hacen falta más esfuerzos para hacerse entender. Atender en las lenguas oficiales, sentirse invitados a participar de las fiestas del barrio, participar de sus entidades, invitar a la comunidad local a sus eventos… son hechos que suceden, pero que deberían ser más comunes. La Catalunya que viene será mucho más diversa de lo que imaginamos. Y el común denominador se va a multiplicar con muchos más numeradores: más lenguas, más rezos, más tradiciones que no se quieren perder. El reto inmenso es compartir consensos básicos. No será fácil, pero no hay atajos.